El mundo tiene planteados, en el siglo XXI, una serie de problemas globales heredados, en gran medida, de las consecuencias del crecimiento económico iniciado por los países, hoy desarrollados, a finales del siglo XVIII, raíz de la diferenciación económica actual; de la expansión imperialista de las potencias industriales en el siglo XIX; de las injusticias propiciadas por ese crecimiento y esa expansión; de unos procesos de descolonización realizados, en la segunda mitad del siglo XX, en función de los intereses, económicos y estratégicos, de las antiguas potencias coloniales y no de la realidad, fundamentalmente étnica, de las poblaciones afectadas. Circunstancias que han afectado y condicionado la existencia de lo que hoy conocemos como Tercer y Cuarto Mundo. Un bloque de la humanidad caracterizado por el analfabetismo, la enfermedad, la pobreza y el hambre, pero también por la existencia de regímenes políticos oligárquicos disfrazados, en muchas ocasiones, de corruptas democracias. Un bloque sacudido, en una gran parte, por irresolutos conflictos. Un mundo con escasas alternativas y opciones que languidece al quedar enmascarada su dramática realidad bajo los eufemismos analísticos de la dialéctica Norte-Sur, Pobreza-Riqueza y Capital-Trabajo. Ese Tercer y Cuarto Mundo, que no es una realidad global y que carece, pese a las reiteradas declaraciones, de conciencia común, es, en realidad, un conjunto deslavazado de naciones, muy desestructuradas tanto política como económicamente; sumido, en muchos casos, como sucede en al mayor parte del África Negra, en tan ignoradas como permanentes guerras civiles que a nadie interesan y bajo las que subyace el problema del dominio real de los inmensos recursos naturales del continente negro. Un grupo de naciones, mayoritariamente creadas en sus fronteras por las potencias occidentales, que han visto esos problemas genéricos a los que inicialmente hacíamos referencia, agravados por un erróneo y dislocado proceso de descolonización, realizado y dirigido por Occidente para, en muchos casos, continuar, las antiguas o nuevas potencias, detentando el dominio efectivo sobre los recursos y la explotación económica de las nuevas naciones. Un panorama que ha servido, sobre todo en la tres últimas décadas del siglo XX, para dar entidad, en gran parte de esas naciones, especialmente en la más reacias a la occidentalización, a un sentimiento generalizado de animadversión sobre Occidente en general y, debido a su función rectora en el proceso de globalización, a los EEUU en particular. Los cambios experimentados en la definición geopolítica del mundo en la década de los ochenta, con la subsiguiente desaparición de las férreas dictaduras comunistas en gran parte del globo (excepción hecha de Cuba, Vietnam y China); con la expansión de los regímenes democráticos, al menos formalmente, auspiciada por los EEUU tras la caída del comunismo, tanto para el Este de Europa, el África Negra o la América del Centro y del Sur, han creado para el mundo del siglo XXI un escenario muy diferente al del siglo XX. En gran medida, frente a la potencia hegemónica, frente a un sistema económico mundializado al que los restos comunistas no hacen sino ir caminando hacia una pausada integración, frente a un modelo político único, sólo queda, desde un punto de vista estrictamente geopolítico, como elemento disrruptor, el Islam. El Islam, que no existe como una única realidad política y religiosa desde los tiempos del Califato o desde los decenios del amenazante Imperio Turco que logró aglutinar, de una forma ofensiva, a pesar de los continuos levantamientos tribales, a una parte del mismo, continua manteniendo, a pesar de todo, una cierta vinculación religioso-política que se torna efectiva, sobre todo como sentimiento popular, frente al exterior, frente a Occidente. Los cambios geopolíticos de finales del siglo XX, a duras penas si hicieron mella en el mundo musulmán continuando éste ajeno a los procesos de democratización; alejándose, al mismo tiempo, de los procesos abiertos, en algunos países, de occidentalización (Irán, Egipto, Argelia). La caída del comunismo supuso, también para ellos, una cierta liberalización. El apoyo de la URSS a los procesos de descolonización hizo surgir movimientos pro-comunistas o pro-socialistas, defendiendo una especie de socialismo o comunismo islámico en algunos de estos países, aunque, al mismo tiempo, la URSS reprimiera las repúblicas de raíz islámica que había en su seno; así como una cierta tutela y utilización de las organizaciones del Tercer Mundo como el Movimiento de los No Alineados, durante la segunda mitad de la Guerra Fría. Apareciendo también, en este esquema de los años sesenta, el intento de crear, de la mano de Gamel Abdel Nasser la República Árabe Unida que englobaría Egipto, Siria y Yemen del Sur de orientación pro-socialista. O el régimen, también pro-socialista, del partido de Sadam Hussein en Irak. Viejos enemigos de Israel y de Occidente (aun cuando Sadam evolucionara hacia la otra orilla) hoy prácticamente neutralizados por la nueva política egipcia como aliada de los EEUU tras la desaparición de Nasser, los cambios en Siria, la demonización de Irak o la adscripción del Yemen al denominado "eje del mal". Todos estos factores, todos estos cambios, hacen que la imagen real del Islam esté más próxima al modelo geopolítico que nos presentan, para las próximas décadas, los defensores de la tesis del "choque de civilizaciones", como elemento clave en las relaciones internacionales, que del modelo idílico da la aldea global, multicultural y con tensiones puntuales. Choque de civilizaciones, choque de culturas, de concepciones políticas, porque el Islam, desde el punto de vista cultural y religioso, aunque entre ambos es imposible establecer en este mundo una clara disociación, es un espacio en constante expansión que hoy presenta, mereced al fenómeno migratorio, una importante capacidad de penetración en Occidente; donde es imposible calcular hoy la capacidad de influencia política que tendrá en un futuro más o menos inmediato debido a su incapacidad para integrarse masivamente en los modelos culturales y sociales de sus países de acogida, reconstruyendo en ellos, en cambio, sus propias entidades culturales y sociales (gracias, sobre todo, a las inyecciones monetarias del movimiento, de origen y financiación saudí, wahabí). La expansión del Islam se ha hecho evidente con la desmembración de la URSS (Azerbaiyán, Turkmenistán, Kirguizistán o Kazajstán); con la guerra en los Balcanes o el conflicto de Chechenia, lugares donde ha aflorado salvajemente la cuestión religiosa; pero que también existía en el mundo musulmán con el proceso de destrucción del Líbano y la previsible persecución que se desate contra los cristianos maronitas en caso de la disolución, con el estallido de una guerra civil, del Irak. Expansión que tiene como grandes áreas de acción la propia Europa, la antigua Unión Soviética y el África Negra. Expansión que conlleva la difusión doctrinal que tiene inmediatas repercusiones políticas, porque en este mundo, donde los regímenes laicos son una excepción, donde la alianza entre el Trono y la Mezquita es más que una mera imagen retórica o una reliquia heredada del pasado que se conserva para el ritual simbólico del Estado, no existe separación real entre ambas esferas, la política y la religiosa, y allá donde se ha producido los poderes públicos viven acosados por la expansión del integrismo islámico y la continua cesión a sus planteamientos. Un mundo en el que los procesos de secularización, aparentemente una de las señas de identidad del mundo moderno y actual, en vez de avanzar o consolidarse han retrocedido. En gran parte del mundo islámico existe, en las esferas políticas, un claro divorcio entre la clase dirigente, en la mayor parte de los casos, occidentalizada o con claros deseos de serlo, y la inmensa mayoría de la población. Muchos de estos dirigentes, ya sean monarquías, dictaduras u oligárquicas democracias, se han transformado en auténticos esquilmadores de sus pueblos, aupados y sostenidos por Occidente. El ejemplo más claro es el de las llamadas petromonarquías de Kuwait, Qatar (donde se sitúa el mando americano en la zona) y Arabia Saudí, pero también lo son la monarquía marroquí o las monarquía jordana, que experimenta un claro proceso de reubicación. Gobernantes que mantienen enormes bolsas de pobreza paralizando cualquier reforma social. Frente a los problemas internos, muy similares en todos los países del Islam, las minorías dirigentes, sobre todos las últimas generaciones universitarias, que han abandonado la tentación del socialismo islámico, como el promocionado por el dirigente Libio en su difundido "Libro Verde", han vuelto la cara hacia las raíces de su propia civilización predicando un antioccidentalismo a ultranza que ha prendido en amplias capas de la población desde Pakistán a Marruecos. Es el fenómeno del integrismo, que no ha alcanzado mayores logros por su propia división. Frente al fenómeno del integrismo, la mayor parte de los gobiernos del Islam, sólo han podido recurrir al mantenimiento de la situación mediante la represión (por ejemplo, se estima que más de 40.000 fundamentalistas se encuentran encarcelados sin juicio en Egipto), la suspensión de los derechos reconocidos en sus constituciones, y el establecimiento respecto a las manifestaciones públicas de un estado policial (Egipto o Jordania). No ha surgido en estos países, sin embargo, un movimiento, con implantación reseñable, que abogue por la puesta en marcha de regímenes democráticos siguiendo el modelo occidental. Quienes defienden esta postura lo hacen, usualmente, desde los países occidentales, no siendo ni tan siquiera una minoría con un mínimo de recepción en sus países de origen. La defensa de un sistema laico o de la implantación de los Derechos Humanos a la occidental es considerada una herejía por los islamistas. Por otro lado, cada vez que se han producido votaciones, con un mínimo de garantías democráticas, lo que se ha producido ha sido el crecimiento de los partidos islámicos, teniéndose que recurrir a la intervención militar para mantener el sistema (Turquía o Argelia). El sistema de control que ejerce el poder sobre las gentes resulta cada vez más débil; las clases dirigentes se han mantenido en el poder gracias al mantenimiento de fuertes ejércitos para mantener la paz interior, a la alianza con el poder religioso y al dominio de los medios de comunicación. El panorama ha cambiado de forma acelerada en las dos últimas décadas. Hoy, los nuevos medios de comunicación, han permitido que la cadena de televisión Al Yazira, vehículo de difusión del integrismo, se haya convertido en el nuevo Corán para millones de musulmanes. También nos encontramos con la existencia de toda una generación de imanes, transformados en nuevos profetas, que han hecho del integrismo y del antioccidentalismo bandera de movilización. Quedan, finalmente, los instrumentos supranacionales, la Liga Árabe y la Conferencia Islámica, pero conviene recordar que la primera fue creada y tutelada, durante décadas, por el Foreing Office británico, y que son organizaciones cada vez más desacreditadas, por su actitud en las cuestiones palestina e irakí, entre las masas musulmanas. Todos estos factores, brevemente apuntados pero, evidentemente, mucho más complejos, han dado lugar a la aparición de un nuevo espacio geopolítico. Una zona, desde el punto de vista de los intereses occidentales, claramente inestable y que puede constituir, en el futuro, en función de su evolución, una clara amenaza para la estabilidad global del planeta. Si se mira con atención un planisferio, el Islam presenta, pese a su fragmentación política, un bloque continuo de países que va desde la ribera oeste africana hasta el sureste asiático, penetrando, además, en una parte considerable del África Central. Este mundo tiene una envidiable posición estratégica sobre el Mediterráneo, el Mar Negro, el Mar Rojo, el Mar Caspio, el Mar Arábigo y el Océano Índico. Está presente en una importante área de intercambios mundiales, y, lo que es más importante, domina las vitales rutas del petróleo así como los principales yacimientos del mundo. Y el petróleo puede ser, tal y como sucedió en la crisis de los setenta, un arma tan eficaz, en el siglo XXI, como las fuerzas armadas americanas. El Islam es, también, un espacio en conflicto. Dejando a un lado el tema del fundamentalismo, pero sin obviar su importancia y sin olvidar su presencia en todos los puntos de tensión, nos encontramos con: -primero, el choque armado de civilizaciones que se da en la falsamente cerrada guerra de Yugoslavia, en el conflicto chechenio (en cuyo fondo también está al cuestión del control petrolífero por parte de la República Rusa de la zona) y en las nuevas repúblicas surgidas tras la disolución de la URSS. -segundo, con el conflicto entre India y Pakistán. -tercero, el frágil equilibrio de Oriente Próximo, con los problemas derivados de la existencia de los regímenes de Irán e Irak y su incierto futuro, así como la necesidad de estabilizar el sistema político de la insostenible monarquía de la Arabia Saudí; una zona amenazada por los integrismos, inicialmente enfrentados, chií y wahabí. -cuarto, por la cuestión Palestina, irresoluble ante el apoyo cerrado que occidente y los EEUU brindan a Israel, la continua vulneración de la recomendaciones de la ONU y la política de extermino que los judíos practican, desde hace décadas, con los asentamientos y campos de refugiados palestinos en Palestina, Jordania y el Líbano. -quinto, por la presencia y desarrollo del terrorismo islámico vinculado al integrismo que ha gozado de la cobertura de países como Afganistán o el Yemen. Una zona caliente donde quienes si tienen programas desarrollados de armas de destrucción masiva son Israel, Pakistán e Irán. Puntos de fricción a los que sumar las interminables guerras africanas Frente a esta situación geoestratégica, considerando superado el sistema estratégico de defensa americano del cinturón de bases militares en torno al globo, muchas de ellas convenientemente situadas en este espacio, los EEUU están dispuestos a aplicar en la zona su nueva política, diseñada, en gran medida, por el equipo de Colin Powel cuando éste era Jefe del Estado Mayor del Ejército Americano. Se trata de la denominada "Estrategia de Defensa Regional" que ha venido a sustituir al antiguo esquema de acción de la Guerra Fría. La aplicación de esta "Estrategia de Defensa Regional", al no existir un peligro global claramente definido, pasa por la intervención directa en los puntos de conflicto, reales o posibles, que puedan afectar tanto a los intereses americanos como a su concepción del sistema de defensa y seguridad colectiva. En este marco, ante los previsibles cambios de las próximas décadas en el espacio islámico, desde los años noventa, los EEUU están diseñando un nuevo mapa que asegure, tanto el control energético, vital en los próximos años, como el control real de Oriente Medio. Para ello es preciso forzar cambios definitivos en Irak, Irán, Yemen y Arabia Saudí, variando todo el sistema de equilibrios de la zona inicialmente concebido para contener la influencia de la URSS y después para frenar la expansión de los chiíes. Un plan de largo alcance en el que el destino del Irak juega un papel esencial tras el inestable cambio impuesto en Afganistán. Pero un plan de contornos tan inciertos como de resultados imprevisibles. ·- ·-· -··· ·· ·-· Francisco Torres García |