Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento comprimido
- Tolerancia e indiferencia
- El Domingo, "Dies Hominis"
- Entrevistamos a Josep Miró i Ardèvol: una mirada al catolicismo social español desde Cataluña
- Editorial
- El PP gestiona, el PSOE critica, y ambos "socialdemocratizan"
- Reforma constitucional ya
- La revisión estratégica de la defensa (II)
- Persecuciones religiosas, ayer y hoy
- Banca y usura en el Islam
- Provincia, si; Colonia, no
- Toma precauciones
- Transcendencia y responsabilidad del estalinismo
- La vanguardia del "sexo de retaguardia"
- Los origenes de la transicion politica española: El papel del Rey
- Compromiso político y respeto de la vida
- Pintura religiosa de Dalí
- Los “hermanos de la costa”. La piratería como preanarquismo, utopismo y revolución
- Hombre y mujer: dos modos de trabajar
- Análisis del nacionalismo vasco
- La identidad cristiana de Europa: Como reavivar las raíces cristianas de nuestro continente
- Comentarios a la obra de W. G. Sebald, “Sobre la historia natural de la destrucción.”
- P. Fray Fernando de Zeballos, la Razón frente al racionalismo
- Historia de una ambición
- Sociología de la familia y de la sexualidad
- Los hermanos pequeños de la prensa católica: El Ya y la prensa católica de provincias
- Intransigencia de unos y complejos de los otros
- Estados de Europa
- ¿Matrimonio entre homosexuales?
- Los nuevos pobres
- Los siete Juanes y Dios
- Los movimientos laicales hoy
- Carta de la Tierra
- Aportaciones del humanismo cristiano al mundo de la empresa
- Recuerdo de Arbil a sus colaboradores fallecidos
- Tertulias de Arbil Galicia sobre la identidad cristiana de Europa
- Texto clásico: España, una conciencia historica para la esperanza


CARTAS

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Revista Arbil nº 77

Tolerancia e indiferencia

por José Ramón López Crestar

Aclarando un concepto muy usado pero generalmente de forma errónea, por malicia o por ignorancia

Por la solidaridad, sé intolerante. Este es el lema que divulgó hace algún tiempo la Dirección General de Tráfico en su campaña de retorno del veraneo; y con todo acierto. Porque tolerar que un amigo o familiar conduzca bebido es consentir que arriesgue su vida y la de otros, porque tolerar que conduzca a velocidad excesiva es permitir que se exponga tontamente a sufrir un grave mal y a provocarlo a otros.

Y es que ciertamente hay cosas y actitudes que no deben tolerarse: afirmación que, con ser cierta, resulta chocante en una sociedad que parece haber hecho de la tolerancia un valor absoluto.

Quizá desde 1995, año que las Naciones Unidas, el Consejo de Europa y la UNESCO proclamaron año internacional de la tolerancia, se enraizó en el pensamiento general la idea de que todo ha de supeditarse a la tolerancia, entendiendo ésta como un valor fundamental y absoluto.

Históricamente, la ponderación de la tolerancia como valor, aunque con antecedentes en Locke, arranca del fecundo, talentoso y pródigo en ideas de venenosa cosecha François-Marie Arouet. Éste publicó en 1763, ya con el seudónimo con que el mundo le conoció, Voltaire, su Tratado sobre la tolerancia, en el que mantuvo, como tesis principal, la necesidad de establecer la más amplia tolerancia y libertad, como garantía de la concordia y la paz sociales, el sentido de la humanidad y la erradicación de la violencia y la injusticia.

La idea de la tolerancia, incluso en Voltaire, tiene una referencia religiosa: al preguntarse éste -¿por qué no he de hacer yo a otros lo que no quisiera que me hicieran a mí, si con ello salgo ganando?, acude a la idea de Dios remunerador, que castigará todos los delitos, incluso los ocultos, después de la muerte. Estamos, en su caso, desde luego, ante un deísmo moralizante, utilitario, ante la religión concebida, no como verdad, sino como freno moral: si no se cuenta con Dios, no hay forma de evitar que la ley del mundo de los hombres acabe por ser la ley del más fuerte, la ley de la selva, dirá también Arouet.

En la peculiar reflexión del que fue llamado apóstol de la tolerancia, no hay verdadera tolerancia hacia el error, que exige buscar la verdad y reconocer el yerro, sino un mero dejar estar, ante la supuesta imposibilidad de llegar a la verdad. Habla de tolerancia, cuando lo que de veras predica es la indiferencia.

Locke había formulado los límites de la tolerancia, al decir que el magistrado no debe tolerar ningún dogma contrario a la sociedad humana, o a las buenas costumbres necesarias para conservar la sociedad civil, mas este límite es necesariamente insuficiente para quienes niegan que haya una verdad universal sobre el hombre, para quienes ignoran qué es lo contrario o lo favorable a la sociedad humana, qué ¡sean las buenas costumbres o en qué deba consistir la conservación de la sociedad civil.

El paso adelante lo da Voltaire, en la dirección de establecer, como único límite para la tolerancia, la intolerancia, el fanatismo y todo lo que pueda conducir a ello.

"Lo único que no se puede tolerar es la intolerancia" dice el postulado volteriano, de feliz e inmerecida fortuna, que se viene repitiendo hasta nuestros días. Semejante aserto supone fundar la tolerancia en la tolerancia misma, en un bucle lógicamente ilegítimo, en cuanto lo que se funda en sí mismo es absoluto y, por consecuencia, debería carecer de límites.

No estamos ante un juego de palabras inocente, sino ante un postulado que no responde a la lógica, que goza de amplio consentimiento y que ha tenido en la historia unas consecuencias desastrosas.

La intolerancia para con los intolerantes llevó a Voltaire, en su mismo Tratado sobre la tolerancia a alabar el espíritu tolerante del Imperio Romano, que mandaba a los cristianos a los leones porque violentaban el culto tradicional y, con ello, eran ellos los intolerantes, como le llevó a aplaudir la expulsión de los jesuítas de China, o la persecución -atroz, por cierto- de los cristianos del Japón, o la discriminación de los católicos en la Inglaterra protestante.

Aquella planta que Voltaire y sus émulos sembraron dio su fruto: las monstruosidades de la Revolución Francesa, el saqueo y destrucción de los templos, la muerte o deportación de cuarenta mil sacerdotes y religiosos, las violaciones de monjas, el genocidio de los campesinos de la Vendée: aguas envenenadas, arrasamiento de decenas de miles de viviendas, ciento veinte mil asesinados, todo ello en nombre de la tolerancia y de la libertad.

Sin embargo, la tolerancia constituye un valor, aunque relativo y supeditado. En la Biblia, el mismo Dios que dice -No tolero falsedad y solemnidad (Isaías, 1,13), o condena a quienes toleran a Jezabel (Apocalipsis, 2,20), dice que bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente. (Pedro 2,19). Y es que la tolerancia es un valor enraizado, no en la indiferencia, la despreocupación o la conveniencia social, sino en el amor a Dios y, por éste, a los demás.

El uso del castellano da su exacta dimensión a la virtud: mientras que llama marido tolerante al cornudo consentidor, o casas de tolerancia a aquellas en que se ejerce el lenocinio, permite alabar, sin incurrir en contradicción, la tolerancia de la Madre Teresa de Calcuta, que atendía a los moribundos sin preguntar por su credo. Yes que, llegamos al punto crucial del discurso, mientras que el respeto y consideración a ¡las creencias y opiniones legítimamente discrepantes de la nuestra, constituye una virtud, no ocurre lo mismo con aquellas situaciones personales o sociales que son inequívocamente dañosas y perversas.

En nombre de la tolerancia absoluta habría que permitir la esclavitud, en cuanto hay personas que apelan a su libertad para tener esclavos e incluso personas dispuestas que, según sus convicciones, prefieren ese género de unión; o la cliteroctomía, tan firmemente asentada como costumbre en algunas regiones de la Tierra; o la tortura, eficaz, según algunos, en la guerra sin cuartel contra la delincuencia. Y, sin embargo, todas esas conductas, desde la perspectiva de los derechos humanos, son merecedoras de condena y repulsa enérgicas.

Conviene, pues, distinguir entre tolerancia e indiferentismo, relativismo e individualismo: tres actitudes éstas que cercan el valor de la tolerancia, ahogándolo en la confusión.

Relativismo es considerar que no hay nada inequívocamente bueno o malo. Escepticismo es negar que existan criterios firmes para distinguir lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso. E individualismo es suponer que nadie está legitimado para intervenir en la vida de los demás.

y tanto el relativismo, como el indiferentismo, como el individualismo, llevan a la dejadez y la pasividad ante el mal.

La tolerancia, por el contrario, no se asienta en la indiferencia, sino en la firmeza de principios de quien, por afirmar la libertad, se opone a la exclusión indebida de lo que es diferente. Promover la tolerancia no es, pues, animar a consentirlo todo, porque no todo se puede, ni se debe, permitir.

En nombre de la libertad, con la diferencia legítima, tolerancia, y aun más, amor a quien difiere. Y en nombre de la solidaridad, en nombre de la misma libertad, intolerancia -no menos amorosa, pero exigente y radical intolerancia- para con quienes afrentan la vida y la justicia.

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José Ramón López Crestar

 


Revista Arbil nº 77

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ISSN: 1697-1388


Por la responsabilidad penal y patrimonial de los políticos

Las actuaciones administrativas y legislativas de los políticos tienen consecuencias vitales en los ciudadanos que las sufren.
Sus negligencias, torpezas y malicias repercuten fatalmente en personas concretas

¿Cómo pagarán sus culpas y repararán los daños ante las víctimas los legisladores y gobernantes responsables, por ejemplo,

· de la muerte de cientos de miles de españoles asesinados por aborto,
· o los de un código penal que invita al delito, dejando desamparadas a las víctimas,
· o los que despenalizan la droga creando millones de piltrafas humanas
· o los que con sus políticas económicas ocasionan el paro, la precariedad y la explotación laboral, manteniendo en la miseria a millones de españoles,
· o los que con su legislación penal, anmistías, subvenciones, sistemas educativos, ... favorecen el terrorismo que asesina, atemoriza y envia al exilio interior,
· o los que con sus políticas "educativas" condenan al analfabetismo funcional y a la degradación moral a la juventud,
· o los que con en sus politicas "sociales" favorecen la sodomía frente a la familia y subvencionan la contracultura en vez de la natalidad,
· o los que abren una verja para facilitar el contrabando y el fraude fiscal, detrayendo ingresos que podrían convertirse en hospitales, carreteras seguras, servicios sociales, ...
· etc, etc. etc.....?

Hay que tomar conciencia de que todo eso y otros muchos problemas que sufren los espàñoles no son fruto de la fatalidad sino que tienen unos responsables que deben responder, personalmente, no de forma abstracta, por los daños causados a la sociedad y a los individuos concretos.