La transición política del régimen autoritario del general Francisco Franco, cuyos logros, curiosamente, hicieron posible, en gran medida, esa transición al modelo democrático occidental, no comenzó, como de forma simplista se suele repetir, en la simbólica semana del veinte de noviembre de 1975. Lo hizo, en realidad, seis años antes, un 22 de julio de 1969, cuando ante las Cortes españolas, Francisco Franco consideraba concluido el compromiso político, el programa político que se encuentra recogido, en sus líneas generales, en sus discursos de 1936-1937. De su lectura se desprende un programa que podría resumirse en: primero, lo que se denominaba la "restauración moral de la nación", que era el equivalente a la afirmación de una España unitaria; segundo, la recatolización de la sociedad española para intentar invertir el signo del proceso secularizador; tercero, la reconstrucción económica y modernización del país; cuarto, la creación de una nueva institucionalidad y retorno de la institución monárquica para coronar la obra. En 1969, en gran parte, ese programa, a su juicio, se había cumplido. La España que entra en la década de los setenta es un país que muy poco tiene que ver con la España de los años treinta o cuarenta. Unos pocos datos lo avalan: la renta de los españoles hacía tiempo que había salido de los límites del subdesarrollo creciendo por encima de las propias estimaciones gubernativas; España se convertía en una de las diez potencias industriales del mundo; la convergencia con los países de la naciente Europa comunitaria de entonces, la de los países ricos de Europa, se amplia año tras año, hasta situarse, en 1975, en límites similares a los actuales (después, la convergencia, se resentirá de la crisis y de lo que en el futuro se conocerá como el coste económico de la Transición); el país vive una expansión económica acelerada con crecimientos anuales situados entre el 8% y el 12%, que se mantendrán durante más de una década, siendo siempre superiores a las medias comunitarias. Esa España cuenta ya con una sociedad estable, lo que había sido un sueño imposible durante ciento cincuenta años, en la que las clases medias, en constante crecimiento, constituyen una base sólida de convivencia y una clara esperanza de futuro y continuidad. En contra de lo que se suele afirmar se trataba de una sociedad políticamente bastante integrada, con un tejido social estructurado, que valora como elementos primordiales de su existencia el orden, el progreso y la paz social -otra novedad en la historia contemporánea hispana-, ya que otras preocupaciones clásicas de una sociedad como son el trabajo, la educación y la sanidad son satisfechas por el régimen cada vez más en un grado mayor de amplitud. Además, y contradigamos una vez más los estudios al uso, se trata de una sociedad donde el maniqueísmo, lógico por otra parte, en que vivían los españoles de los años cuarenta o cincuenta, pero también de los años treinta, se encuentra prácticamente enterrado. La guerra civil y las divisiones son para la mayoría de los españoles un recuerdo y no una bandera, la integración y la reconciliación social se produjo, se afirme lo que se afirme, antes de 1975. Estas razones, junto con otras ceñidas a las circunstancias estrictamente políticas del régiemen, son las que llevan a Francisco Franco a culminar la institucionalización proclamando, de acuerdo con lo establecido por la legalidad constitucional, a su sucesor. La Ley de Sucesión de 1947 y el principio VII de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, establecían como forma del Estado español, la Monarquía tradicional, católica, social y representativa. Y desde 1947 el sucesor era, para Francisco Franco, el hijo primogénito de don Juan de Borbón que llegaría a España para formarse como heredero un año después. A nadie más preparó Franco como posible alternativa. Contra esa decisión secreta se estrellarán las murmuraciones, las conspiraciones de salón y los intereses de unos y de otros. El retorno de la Monarquía y el tiempo de esa difícil operación política fue una obra personal de Franco. Trazó los tiempos y a ellos se atuvo. Así pues -explicaba Franco ante las Cortes en julio de 1969-, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia, y valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la persona del Príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, que perteneciendo a la dinastía que reinó en España durante varios siglos ha dado claras muestras de lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente preparado para la alta misión a la que podía ser llamado... estimo llegado el momento de proponer a las Cortes Españolas, como persona llamada en su día a sucederme, a título de Rey, al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, quien, tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión, y formar parte de los tres Ejércitos, ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total identificación con los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino, y en el que concurren las demás condiciones establecidas por el artículo noveno de la Ley de Sucesión. Francisco Franco dibuja a los procuradores y a los españoles que siguieron su discurso por radio o televisión un Príncipe que ha sido especialmente preparado por él para la tarea; un Príncipe vinculado al Ejército, pero que es más que cualquier militar (por ello obligará al Príncipe a retirar de su discurso la expresión como soldado); un heredero leal tanto a los Principios del Movimiento como a las Leyes Fundamentales que para Franco son dos elementos constitucionales distintos, siendo los primeros de orden jurídico superior. En el largo discurso de Franco, además de una enumeración de los logros conseguidos y de la historia de la construcción institucional del régimen, así como de las condiciones que el sucesor reúne concordes con la ley, subyace la razón interna que ha guiado en este terreno su acción política. Franco fuerza con su decisión lo que Fernández de la Mora denominó, con acierto, el mandato recibido, es decir, el conjunto de ideas que desde el catolicismo político, el neotradicionalismo o el falangismo asumió como propias y orientadoras de su régimen. Mandato al que fue fiel durante toda su vida. Franco entendió siempre que el único régimen político posible para España era la Monarquía; pero ésta debía de ser virtualizada, expurgada de los errores pasados, alejada de los cortesanos y de los intereses de clase a los que siempre había estado vinculada, asentada sobre un marco social y económico estable que impidiera, definitivamente, una nueva caída de la institución, haciéndola así perdurable. La transmisión de la legitimidad. La cuestión monárquica que, junto con el proceso institucionalizador, constituyó la base del debate político durante el régimen de Franco, fue siempre un área de decisión que el Generalísimo se reservó en exclusiva. Dejó que todos opinaran, que todos actuaran a favor o en contra, pero en ningún momento dejó de controlar el proceso. Francisco Franco quiso hacer posible una operación política contracorriente: el retorno de la Monarquía. Lo hizo en un tiempo en el que las monarquías habían ido desapareciendo en infinidad de países. Cuando el horizonte político mundial parecía inclinarse hacia fórmulas republicanas presidencialistas, con una mayor o menor cantidad de poderes vinculados a la Jefatura del Estado, él se inclina por una Monarquía que, a su juicio, debía de conservar importantes poderes, cuando en la mayoría de las monarquías occidentales el monarca o carecía de los mismos o eran muy limitados. Franco se propuso devolver la Corona a la Jefatura del Estado en un país donde los monárquicos eran una exigua minoría, donde ni tan siquiera la coalición política que, en cierto modo, acaudillaba desde la guerra (falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos, tradicionalistas, militares, tecnócratas, derechas católicas...) era significativamente monárquica. Franco decidió hacer de Juan Carlos primero y de los Príncipes después sus sucesores naturales. No le interesaba tanto que el sucesor se ganara a la aristocracia, a los sectores económicos o a la clase política como al pueblo. Por ello impulsó a los Príncipes a llevar a cabo una auténtica campaña de pupularización, de contacto con el pueblo, como las que él mismo solía hacer en los años cuarenta o cincuenta, cuyos beneficiarios eran mucho más que la institución la pareja que formaban Juan Carlos y Sofía. Y a ello contribuyó la incipiente prensa rosa. Y en 1964, conviene señalarlo, Franco realizó, con un gesto, la primera designación popular de don Juan Carlos, al presidir a su lado el desfile conmemorativo de la Victoria. Esa campaña de popularización, en la que Franco instaba al Movimiento a actuar en defensa del Príncipe cuando era atacado, abucheado o recibido con algunas verduras en esos viajes, es la que permitió a Juan Carlos contar con un amplio respaldo entre los españoles de entonces, que le aceptaron como Príncipe antes de ostentar la designación oficial. Franco se preocupó, además, de que su sucesor contara si no con sus poderes y su carisma, algo imposible de transmitir, si con la transmisión de su legitimidad personal. Y a la muerte de Franco no se produjo la sustitución de un poder de hecho por otro distinto, sino que se producirá una continuidad natural en el poder, atendiendo a la norma constitucional vigente. Fue para los españoles una transmisión normal. Esa transmisión de su legitimidad personal será importante para poder llevar a cabo la transición en dos sectores básicos: primero, en una parte importantísima de la clase política del régimen; segundo, en el Ejército. Por ello, Francisco Franco, posiblemente pensando ante todo en la estabilidad que el país debía continuar manteniendo tras su desaparición, incluyó unas frases trascendentales en su testamento político: por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y rodéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis, en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido. Aquellas palabras, escritas de puño y letra, constituyeron un respaldo para el día después, siendo, al mismo tiempo, una última orden al Ejército. Algo que entendió perfectamente el propio Juan Carlos, tal y como explicó en sus interesadas confidencias a José Luis de Vilallonga: en los días que siguieron a la muerte de Franco, el ejército hubiera podido hacer lo que le diera la gana. Pero obedeció al Rey. Y seamos claros, le obedeció porque yo había sido nombrado por Franco y en el ejército las órdenes de Franco, incluso después de muerto, no se discutían. Franco logró así transmitir a su sucesor un poder especial, superior al contenido en la Constitución del Régimen. Un poder que es el que le permite proceder a su demolición. Siguiendo esta interpretación, Joaquín Bardavío, ha podido escribir: muerto Franco, al franquismo se le invitó a suicidarse y lo hizo con patriotismo y obediencia al heredero de todos los poderes, o más precisamente, añadimos, al heredero de Franco. Las circunstancias geopolíticas. La decisión de transformar el régimen de Franco en un sistema democrático liberal al modo occidental no debe quedar circunscrita, en la explicación, únicamente a razones de índole ideológicas o internas. En ella intervinieron las circunstancias geopolíticas del momento. El mundo surgido de la II Guerra Mundial sólo puede comprenderse y explicarse en función del sistema de dependencia geopolítica que se estableció tras la victoria aliada. Cada nación quedó vinculada a una de las dos grandes superpotencias y esa dependencia explica, en parte, la evolución de cada país. Es evidente que en occidente esa dependencia quedaba establecida con los Estado Unidos. En los años treinta fueron muchos los que intentaron alzar, frente a la democracia liberal, frente al socialismo real que vivía su primera experiencia en la URSS, frente a las apetencias revolucionarias de la izquierda, frente a la injusticia que parecía intrínseca al sistema capitalista, una nueva vía política. Surgieron así las vías autoritarias, corporativas y fascistas. Incluso la propia Iglesia Católica buscaba un régimen político propio para las naciones católicas. Todas estas posibles alternativas quedaron anuladas en la tormenta del nazismo y la II Guerra Mundial. Con la victoria aliada se impuso en occidente, que no en el mundo, el modelo democrático liberal. Un modelo político minoritario en el mundo de las cuatro décadas siguientes. En Europa occidental se consolidará ese modelo político basándolo en la alternancia entre dos opciones políticas: por un lado, nos encontraremos con un centro derecha, de raíz básicamente liberal y democratacristiana; por otro, con un centro izquierda, de raíz socialdemócrata. Modelo que entrará en crisis a finales del siglo XX en varios países de la Europa occidental. Finalmente, en los años cincuenta, la Iglesia renunciará definitivamente a la idea de auspiciar un régimen político propio orientándose hacia la participación de los católicos en la política a través de la democracia cristiana. Al concluir la II Guerra Mundial, el régimen de Franco todavía no se había asentado por completo. Los aliados decidieron jugar la carta de acabar con el régimen mediante la presión al descartar una posible intervención militar. España fue condenada al ostracismo internacional del nuevo orden no por no ser una democracia, no lo eran infinidad de países miembros de las Naciones Unidas, sino por las presiones de la izquierda, del comunismo, bajo la acusación de ser un régimen impuesto a los españoles por las potencias derrotadas en la guerra y por ser una amenaza para la paz mundial. Franco, que ya había denunciado el avance comunista que implicaba la victoria aliada y el entreguismo occidental, así como lo que en definitiva iba a ser la guerra fría, ganó, contra todo pronóstico, esta tercera batalla que libró, quizás la más difícil. Lo hizo afirmando su régimen político y anunciando que perseveraría en la construcción de un Nuevo Estado distinto a la democracia liberal, dando esbozo a la denominada democracia orgánica. España era, según declaraba a la Associated Press, un país de constitución abierta que seguiría el camino trazado de perfeccionamiento institucional sin abrir periodos constituyentes de interinidad. Aquel cerco, obra de la izquierda, de antiguos miembros de las Brigadas Internacionales, de simpatizantes de la República instalados en los ministerios de Exteriores de Francia e Inglaterra y en el Departamento de Estado norteamericano, contó con el silencio de cuantos, por temer el ser acusados de complacencia con el fascismo, pudieran oponerse a unas medidas injustas. La ola izquierdista que pululó por Europa y los Estados Unidos -aunque en menor medida- escogió al régimen de Franco como objetivo. En 1947 se iniciaba un lento viraje en la superpotencia que acabaría dando la victoria internacional a Franco. George F. Kenan, uno de los asesores especiales del presidente Truman, indicaba que había llegado el momento de modificar nuestra política hacia España, ya que juzga equivocada la política seguida con respecto a Franco; anota, también, que en España no existía una oposición cohesionada capaz de hacerse con el poder. Incluso, si Franco aceptara retirarse existe la fuerte posibilidad de que el forcejeo político que siga sólo conduzca al caos. Lo único conseguido -prosigue Kenan- es reforzar el régimen de Franco, impedir la reconstrucción económica de España y operar contra el mantenimiento de una atmósfera pacífica en España en caso de conflicto internacional. Lo deseable -concluye- sería la evolución del régimen de Franco de una forma ordenada hacia un régimen democrático, pero para ello será necesario ir convenciendo a los elementos derechistas que apoyan al régimen, al ejército y a la Iglesia. Y a estas pautas se ceñirá la política americana con respecto a España en las décadas posteriores. En los años siguientes el Departamento de Estado americano llegará a la misma conclusión que la oposición al régimen de Franco: para un cambio general será preciso esperar hasta la desaparición del propio Franco. Los Estados Unidos harán llegar a Madrid su idea de que a Franco debería sucederle, conservando siempre el orden y la estabilidad en la evolución, actuando todo lo despacio que fuera necesario, un sistema basado en la alternancia de dos fuerzas moderadas: una de centro derecha y otra de centro izquierda. Independientemente de los deseos exteriores, aunque estos fueran los de la superpotencia de la que geopolíticamente era España dependiente, Franco continuó fiel a su idea de poner en marcha un Nuevo Estado. Tras el fracaso de los proyectos constitucionales de Arrese, a mediados de los cincuenta, que Franco apoyó con sinceridad hasta que todas las fuerzas del régimen se conjuraron contra ellos, se abrió un largo paréntesis que no se cerraría hasta 1967 con la promulgación de la Ley Orgánica del Estado. Pero a diferencia de haber completado la institucionalización en los cincuenta, el concluirla en 1967 significaba que ésta estaba pensada más para el sucesor que para el propio Franco, con todo lo que ello significaba de falta de asentamiento y práctica real. Cuando se ponía en marcha la Ley Orgánica, una parte importante de la clase política del régimen había dejado de creer en el mismo y orientaba su acción política hacia la futura homologación del sistema con occidente, tal y como se afirmaba en la época. Pero todos coincidían en que ese proceso de homologación política solamente alcanzaría entidad real una vez proclamado el sucesor y con la progresiva desaparición de Franco de la escena política. Los años sesenta se convirtieron en los años de la desideologización del régimen orquestada por una parte de la clase política, hasta tal punto que en los setenta, el régimen se apoyaba, fundamentalmente, en la presencia de Francisco Franco. El proyecto del sucesor. El príncipe Juan Carlos comenzó a jugar un papel activo dentro de la cuestión monárquica en sus años de cadete. Pronto fue consciente de que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse políticamente a su padre y a la Corte de Estoril. Pronto asumió que, para ser rey, debería ganarse la voluntad de Franco, aceptando su proyecto instaurador. Don Juan Carlos se ganó esa voluntad, a lo que ayudó en mucho la presencia de Sofía de Grecia, quien robó el corazón a Franco. Para ella, según confesión propia, nunca hubo dudas acerca de cuál sería la decisión de Franco. Francisco Franco cuidó hasta los límites más insospechados de su sucesor. Un joven al que probablemente quería como el hijo que no tuvo. Preparó sus estudios, vigiló su formación, hablaba con unos y con otros, hacía pequeñas indicaciones, bloqueaba cualquier información que él consideraba que podía dañar su imagen. La historia de esta relación es rica en anécdotas en este sentido que revelan muy bien el grado de preocupación de Franco por su sucesor. Se reunía con el Príncipe, al que hablaba de su experiencia, dándole lecciones de comportamiento y de conducta. Le indicaba que un rey no debía tener Corte como antaño, pues su existencia fue una de las causas de la caída de la Monarquía; que el rey no debía tener amigos públicos. La Monarquía debía dejar a la aristocracia, enterrar a la Corte y ganarse al pueblo. Recomendaba lecturas para el Príncipe. No permitió que nadie le atacara y lo defendió siempre ante quienes acudieron a El Pardo a criticarle. Según testimonios muy cercanos a Franco, éste creyó que se trataba de un hombre esencialmente bueno. Pemán dejó constancia de que Franco veía en el Príncipe a un hijo, y que Juan Carlos asumía esta relación como la del abuelo con el nieto. Doña Sofía también estima que Franco vio a su esposo como el hijo que no había tenido. Esta relación familiar se hizo mucho más intensa a partir de mediados de los sesenta. Muy poco ha trascendido de las periódicas reuniones que mantenían, pero esperamos con ansiedad que algún día aparezcan los guiones que Franco preparaba para sus reuniones. Una familiaridad que se incrementó tras la designación. Fueron los años de los veraneos en el Pazo de Meirás, donde los hijos de los Príncipes era para Franco como sus propios nietos y de ello queda el testimonio de innumerables fotografías. El médico privado de Franco, doctor Vicente Pozuelo, dejó escrito que consideraba a los Príncipes como parte de su propia familia. Algo que también ha reflejado el yerno de Franco, el doctor Cristobal Martínez Bordiú: don Juan Carlos compartió muchas horas con él y vivió en familia con todos nosotros, por ejemplo, en el Pazo de Meirás. Recuerdo que cuando le decíamos de ir a almorzar a algún lugar, lejos de las lentejas y otras austeridades que ofrecía Franco a sus comensales nos decía: Id vosotros. Yo no dejo al abuelo solo. Vosotros lo veis más a menudo. Y, en un gesto de la mayor gratitud por nuestra parte, se quedaba con él. Y después de almorzar veían la televisión juntos. Son importantes estas reflexiones, anecdóticas si se quiere, porque aquel hombre solo, que en gran medida fue don Juan Carlos durante su juventud, encontró en Franco otra familia. En gran medida esa relación humana, paterno-filial por un lado y de abuelo-nieto por otro, le blindó contra todos los ataques y facilitó la operación política realizada para el retorno de la Monarquía. La Ley y los Principios: controversias sobre la idea de la Ley a la Ley. La Ley de Sucesión de 1947, en su artículo noveno, fijaba la obligatoriedad de que el sucesor jurara lealtad a las dos realidades jurídicas que formaban el entramado constitucional del régimen: por un lado, las Leyes Fundamentales del Reino; por otro, los principios que informan el Movimiento Nacional. Pero esos principios no estaban precisados, salvo que se entendiera como tales, a través del Decreto de Unificación, los puntos programáticos de Falange. Una de las batallas políticas de José Luis de Arrese fue la de fijar esos Principios que aseguraran la permanencia de la ideología que animaba al régimen. Arrese había perfilado una redacción en la que no se hacía mención a la Monarquía y se aseguraba la pervivencia del Movimiento. El equipo de López Rodó, una vez frenados los proyectos de Arrese, preparó una nueva redacción, obra, en gran medida, de Fernández de la Mora, que sería la promulgada en 1958. Los Principios Fundamentales eran los inspiradores de las leyes, de la acción política y del ejercicio de la misma en el régimen. Se dibujaban como una serie de principios de consenso de orden superior al resto de la legislación. Un corpus ideológico no negociable, no sujeto al debate político en el que se subsumían los principios del Tradicionalismo, del Derecho Público Cristiano y los conceptos joseantonianos. Estos principios no podían ser vulnerados ni modificados por el sistema constitucional que informaban; quizás sólo pudieran ser ampliados o matizados a través de un sistema de enmiendas siguiendo el modelo americano. En el ordenamiento constitucional español, ante los Principios, las Leyes Fundamentales quedaban en un rango inferior. El juramento de fidelidad exigido al Jefe del Estado le convertía en el encargado de mantenerlas, observarlas y defenderlas. Como el propio Franco precisaría, no se trataba de un juramente único sino de un juramento doble y diferenciado. Eliminada del ordenamiento la fórmula de reaseguro preconizada por Arrese al exigir que la redacción de las leyes deba evitar que queden (los Principios y el Movimiento) a merced de los caprichos y de las veleidades posibles de los hombres teniendo como objetivo lograr la continuidad política fijando las facultades y funciones, dentro de un sistema de garantías políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de gobierno a esos principios inmutables. El problema político de la redacción final era que todas las garantías consistían en la lealtad a un juramento. Para Francisco Franco, era imposible que un Rey no cumpliera lo que jurara, porque teniendo presente lo expuesto es evidente que prestar el mismo con cualquier tipo de reserva mental constituiría un engaño o una traición. Podría argüirse en contra y a favor de la postura contraria, pero, por si cupiera alguna duda del sentido de la Ley de Principios, los tres artículos que acompañaban a la Declaración de Principios eran muy claros en su intención: los Principios inspiran las leyes; son de obligado cumplimiento para todos los cargos públicos; cualquier ley o disposición que los vulneren o simplemente eviten su cumplimiento en lo más mínimo serían nulas. A diferencia del texto aprobado, inspirado por López Rodó y Fernández de la Mora, los proyectos de Arrese encomendaban al Movimiento la defensa de los Principios contenidos y el velar porque en todo momento inspiren la convivencia política y social de los españoles, precisando, además, que la Declaración de Principios no podrá ser objeto de modificación ni discusión. En 1967 se proclamaba la Ley Orgánica del Estado que cerraba el entramado constitucional del régimen de Franco. El artículo tercero de la misma volvía a situar, por encima de la misma, a los Principios Fundamentales, que son por su propia naturaleza, permanentes e inalterables. Algo que se reiteraría en la refundición en un solo documento de las Leyes Fundamentales del Reino, publicado unos meses después. En su exposición indicaba que la refundición mantenía la permanencia e ineltarabilidad de los principios que las inspiran, volviéndolos a situar en un plano distinto y superior a las leyes. La insistencia en la importancia de la correcta observación de los Principios resulta en la Ley Orgánica reiterativa. El artículo sexto de la Ley obliga al Jefe del Estado a la más exacta observancia de los principios del Movimiento y demás Leyes Fundamentales del reino, así como de la continuidad del Estado y del Movimiento Nacional. Luego, leyendo la ley, difícilmente, desde su óptica, si se aceptaba el juramento de las leyes, se podía promover una acción contra lo que precisamente se había encomendado. La Ley Orgánica, por otro lado, limitaba los poderes del Jefe del Estado, cuyas decisiones necesitaban el refrendo del presidente del gobierno, del ministro correspondiente o del presidente del Consejo del Reino según los casos. Además, al Consejo Nacional se le encomendaba la misión de defender la integridad de los Principios del Movimiento Nacional, correspondiéndole velar porque las leyes se ajusten a los mismos y puedan ejercer, en caso contrario, el recurso de contrafuero. Finalmente, y es importante a la hora de valorar la Transición o mejor dicho la reforma-ruptura realizada por don Juan Carlos, a través de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, como un pequeño golpe de estado legal, el artículo 59 de la Ley era determinante y no abierto a interpretación al afirmar en su apartado primero: es contrafuero todo acto legislativo o disposición del gobierno que vulnere los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino. Además, en la refundición de las leyes se recordaba de forma taxativa que serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley Fundamental del Reino. Lo que significa, que de acuerdo con la Constitución del régimen de Franco, la Ley de la Reforma Política era en derecho nula, que el afamado axioma de ir de la Ley a la Ley no pasaba de ser una justificación, porque la reforma lo que en realidad implicaba era una ruptura realizada desde el poder. Fue en realidad, si nos ceñimos a lo dispuesto en las leyes, un golpe de estado legislativo. De ahí que Josep Meliá, un hombre de la Reforma escribiera: con arreglo a derecho, Blas Piñar y todos los ultras tienen razón. Porque el proyecto de Ley de Reforma Política incurre en contrafuero. La redacción definitiva de las leyes había logrado crear un complejo sistema de relaciones orgánicas entre los poderes e instituciones del Estado, que incluía un fuerte sistema de seguridades que, en teoría, hacía imposible que las leyes vulnerasen la filosofía del régimen. Tenía, en este sentido, razón Franco cuando afirmaba que todo estaba atado y bien atado, porque ni el presidente del Gobierno, ni el de las Cortes, ni el Consejo del Reino, ni las propias Cortes o el Jefe del Estado podían pasar por encima de los Principios, a no ser, claro está, que todos estuvieran de acuerdo en vulnerar las leyes, pero esto era algo impensable para el Generalísimo. Y en lograr la aquiescencia de esas instituciones, de un modo u otro, al impulso del Jefe del Estado, se basó la primera fase de la Transición que condujo a la Ley de Reforma Política. Las leyes obligaban a todos, desde el Jefe del Estado hasta el último de los procuradores y consejeros nacionales, a la defensa activa de los principios y a evitar su vulneración. Ahora bien, el sistema legal de seguros estaba pensado en función de posibles actos gubernativos. Frente a éstos estaba la capacidad del Consejo Nacional para operar como Tribunal Constitucional. Lo que no estaba previsto es que el Consejo Nacional no ejerciera esa misión, hurtada a través de los vericuetos legales, porque la hipótesis que Franco nunca barajó, y si Arrese, fue que el Jefe del Estado, la pieza clave, se convirtiera en el elemento activo que impulsara la conculcación de los Principios. Para ello, Juan Carlos se benefició de los poderes de Franco. Poderes que aunque legalmente no heredaba, si quedaban en su acervo personal por la inercia propia de la situación. Esta legitimidad le abrió las puertas de las instituciones del régimen para su demolición. Para ello fue necesario controlar las instituciones mediante hombres vinculados a sus propósitos de cambio. El compromiso de 1969. No es objeto de esta exposición mostrar el proceloso camino que llevó a la designación de 1969, que Franco ya había anunciado con gestos al prepararse la boda de los Príncipes y en 1964. Aguardó hasta que se cumplieran los requisitos de la Ley, pese a que muchos le recomendaban vulnerarlos para acelerar la designación. El nacimiento de Felipe de Borbón fue, sin duda, otro elemento clave. Juan Carlos dio claras muestras de independencia con respecto a Estoril. Finalmente, la reina Victoria, dio una especie de autorización indirecta a la decisión de Franco, que algunos juanistas se empeñan en negar. Naturalmente la aceptación de don Juan Carlos supuso la ruptura política con su padre. A don Juan le habían repetido hasta la saciedad que Franco no designaría sucesor en vida y se lo había creído. Poco antes había anunciado a los cuatro vientos que su hijo no aceptaría ser rey vulnerando su derecho. Pero Juan Carlos había sido enviado a España para preparase para ser rey y la vuelta de la Monarquía pasaba por su decisión final. Lo que se produce en julio de 1969, de acuerdo con la legislación vigente, es una instauración convertida en reinstauración por el hecho de que el sucesor es heredero directo de la rama reinante hasta 1931. No es una restauración porque no se vuelve a la legitimidad de 1876, sino que se llega al trono a partir de la realidad engendrada por el 18 de julio. Es lo que el Príncipe afirma en su discurso: quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado, Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936 en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes, pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase su nuevo destino. Después recordará que pertenece por línea directa a la Casa Real Española. Recordatorio que ha hecho a los hagiógrafos de la Transición y la Monarquía, que también existen, volcarse a la hora de ver en la frase un deseo del Príncipe de reivindicar que su legitimidad viene más allá del régimen. Sin embargo, lo que hace no es sino repetir el mismo argumento que Franco utilizó en su discurso como uno de los méritos del designado, pues la estirpe regia era una de las condiciones que figuraba en la Ley de Sucesión. Además, Franco nunca quiso desconocer el factor dinástico, por eso nunca pensó en un sucesor fuera de la familia de Alfonso XIII. Ciertamente, el Príncipe, que hace un panegírico a Franco y a su obra, calificándolo de hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido y siga siendo por muchos años el rector de nuestra política, hace unas referencias muy genéricas a sus intenciones de futuro, pero al final reitera, una vez más, su adhesión con estas palabras: estoy seguro de que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar. Ahora bien, si atendemos a los diversos testimonios aparecidos hasta hoy, sabemos que el ya Príncipe de España no tenía intención de preservar esos Principios Fundamentales, sino hacer evolucionar el sistema hacia formas democráticas. Difícilmente debía saber el cómo y en qué forma se podía realizar semejante operación política y si tendría que conservar alguna de las aportaciones del régimen. Conocía la posibilidad, de la que muchos hablaban, de cambiar el régimen desde la legalidad; único camino posible dada la fortaleza del mismo, evitando la oposición de las instituciones. Ideas que aparecían en la obra de Carlos Ollero, La monarquía del siglo XX. Idea sobre la que charló en varias ocasiones con Torcuato Fernández Miranda, según el marqués de Mondéjar, el gran maestro del Príncipe. Según testimonia doña Sofía, a Juan Carlos le preocupaba la fórmula del juramento: no quería ser perjuro. Ni que alguien pudiera llamarle perjuro. Y el propio rey ha dicho: son muy pocos los que hablan de lo mal que lo pasé yo antes de prestar un juramento de fidelidad a unos principios que yo sabía que no podía respetar. El 18 de julio de 1969 tuvo lugar la célebre conversación entre don Juan Carlos y Fernández Miranda, en la que, de algún modo, se selló el mecanismo de la Transición. El profesor tranquilizó su conciencia con el siguiente razonamiento: al jurar las Leyes Fundamentales, las juráis en su totalidad; por lo tanto, también juráis el artículo 20 de la Ley de Sucesión, que dice que las leyes pueden ser derogadas y reformadas. Luego aceptáis desde ellas mismas esa posibilidad de reforma. Para Fernández Miranda, los Principios no era una realidad distinta a las Leyes Fundamentales sino parte de las mismas y por tanto modificables. La reforma era posible si se hacía de acuerdo con lo establecido por las leyes y ese camino evitaría el continuo empezar de nuevo de la anterior historia de España desde las Cortes de Cádiz. Otras opiniones no hubieran coincidido con la tesis de Fernández Miranda, un hombre al que encantaba el jugar con las palabras y practicar el sofismo. Lo que en realidad había encontrado era un vericueto legal, una trampa jurídica que él sabía contraria tanto a la inspiración como a la intención de las leyes y a la propia filosofía política del régimen. Torcuato no ignoraba que los Principios estaban situados en un rango superior. El argumento, en definitiva, era válido tan solo en la medida en que se quisiera compartir; porque, como ya hemos apuntado, éstos no eran, como sostiene el profesor del Príncipe, síntesis de las leyes sino inspiradores de las mismas. No eran resumen de su filosofía sino la filosofía que las impregnaba. Torcuato tuvo, además, buen cuidado de no hacer referencia al artículo tercero de la Ley de Principios que declaraba nula cualquier ley que entrara en colisión con los mismos. Y el recurso de contrafuero era práctica parlamentaria habitual en la época. Don Juan Carlos tomó nota del método, de la fisura, del vericueto que podría abrir el armazón legal; sin embargo, ha preferido argumentar que el juramento era sincero, pero en función de otras obligaciones graves que la naturaleza de la Monarquía me impone. Años después comentaría, aquello que me decía Torcuato de que toda ley lleva en sí misma el principio de su reforma y que nada es eterno y que todo se puede cambiar por la vía de la legalidad sonaba muy bonito, pero una cosa es hablar de ello y otra hacerlo. El piloto del cambio. Nos dicen los autores de la oficiosa y hagiográfica obra de la Fundación Institucional Española, titulada Todo un Rey, que cuando Franco le nombró Príncipe de España, Juan Carlos programó cada minuto de su vida para preparar la Transición en el momento oportuno. Sin perder nunca el respeto personal a Franco. Tras la exageración literaria o adulatoria, se esconde, a pesar de todo, una verdad. Porque es cierto, como anota Nicolás de Cotoner, marqués de Mondéjar, en el prólogo a la obra de los familiares de Fernández Miranda, significativamente titulada Lo que el rey me ha pedido, que nuestro Rey ha sido el motor del cambio, el empresario de la obra y el piloto que manejó con pulso firme la nave del Estado en su travesía hacia la orilla democrática. Pero no es menos real el hecho de que, tras el juramento y la decisión de cambiar el régimen no existía certeza sobre el cómo hacerlo. Lo que sí se puede afirmar es que en 1969 don Juan Carlos debió moverse en la órbita de los sectores aperturistas del régimen. Entre 1969 y 1975 el Príncipe va adquiriendo el compromiso de no ser el continuador de la obra política de Franco, sin que esto signifique que reniegue o ponga en tela de juicio la legitimidad que le ha hecho rey. Conviene diferenciar en el período que va desde 1969 a 1975 dos tiempos en la acción del motor del cambio. En el primero, el Príncipe juega con la hipótesis de ser rey en vida de Franco. En ese marco, los cambios por fuerza deberían ser muy lentos y dentro de los límites de lo que se venía denominando el reformismo del régimen, en el que militaba una joven generación de burócratas del Movimiento. El segundo tiempo vendrá determinado por la asunción del hecho de que no sería rey en vida de Franco. Ante el después de Franco se dedicaría a dar a conocer cuál era su proyecto tanto a la oposición como a los ambientes internacionales. El gobierno formado en octubre de 1969, el gobierno del Príncipe, hechura de Laureano López Rodó, estaba destinado a presidir la proclamación de Juan Carlos como rey. En el mismo figuraba, como Ministro Secretario General del Movimiento, un hombre de la confianza del Príncipe, Torcuato Fernández Miranda. Un gobierno que se movía dentro de la órbita reformista y aperturista del momento que en cierto modo trata de ir sentando las bases para un cambio. De hecho, Torcuato se proponía consumar, bajo la aparente ortodoxia de las palabras, la desfalangistización del Movimiento para convertirlo en una estructura de apoyo a la Monarquía. Las denuncias contra este gobierno por parte de los sectores más militantes del régimen, acusado de querer desmantelar el régimen y socavar el prestigio de Franco arreciaron y finalmente tanto Franco como Carrero se hicieron eco de las mismas. Mientras, el Príncipe continuaba dando muestras de lealtad a Franco y a los Principios Fundamentales en los primeros discursos públicos que pronuncia. Es el hombre que mide las palabras para no despertar recelos. El período que transcurre hasta 1973 se encuentra caracterizado por la falta de una estrategia definida. El Príncipe no sabe exactamente a dónde le llevará su deseo de cambio ni cómo deberá maniobrar. Fundamentalmente quiere oír, hacerse una composición del mapa político para ir abriendo o logrando que se abran algunas puertas; apoya el proceso de desmantelamiento del Movimiento que muchos pretenden incluso desde el gobierno o sus aledaños, conclusión lógica de parte de la política de los sesenta; como otros, cree que la estrategia acertada es que el Movimiento se vaya diluyendo; se muestra partidario de que se produzca la separación de la Jefatura del Estado y la Presidencia del Gobierno; quiere las asociaciones políticas porque ellas abrirán las puertas a los partidos. Su opción parece ser la evolución lenta, quizás conservando algunos elementos del régimen. Probablemente está en la órbita de lo que desde hace años ha planteado la política exterior americana como salida al régimen de Franco: un sistema con dos grandes fuerzas que no cuestionen el orden. Cuando esté próxima la muerte de Franco se planteará impulsar la formación de esas fuerzas. El presidente Nixon, al conocer sus propósitos durante su visita a los EEUU en 1971, le recomendará tranquilidad en un camino donde lo importante es conservar el orden y la estabilidad. Pero también en esos años comienza a hacer llegar a los centros de opinión internacionales su intención de hacer cambiar el sistema. Por ejemplo, en 1970, el prestigioso articulista, Richard Eder publicará un importante artículo bajo el título de Juan Carlos quiere una España democrática. Conforme avancen los años setenta y la decadencia de Franco se haga más evidente mayor será la actividad del piloto del cambio. En su agenda se destaca el convencer a los dirigentes internacionales. En 1971 visita los EEUU, en 1972 la República Federal alemana. Después, a través de colaboradores, buscará convencer a la oposición de sus deseos de cambio. A través de José Mario Armero llegará hasta Felipe González. También enlazará con Luis Yañez y Luis Solana. En el maletero de Puig de la Bellacasa llegan a la Zarzuela hombres como Jordi Pujol o Leopoldo Torres. También la prensa y en los libros se plantea abiertamente la posibilidad de realizar el cambio político a través de las leyes. En 1972, Herrero de Miñón publicaba a través de Cuadernos para el diálogo su trabajo El Principio Monárquico, en el que niega la inmutabilidad de los Principios e indica que la clave está en la utilización del artículo 10 de la Ley de Sucesión, confiando a la Corona, gracias a su poder soberano, la misión de poner en marcha el cambio. En 1974, Rafael Arias Salgado defenderá la idea de que el cambio deberá ser obra de un gobierno liberalizador. Jorge Esteban publica la obra Desarrollo Político y Constitución Española y Fernández Miranda Estado y Constitución, defendiendo su idea de que el único camino para erradicar las leyes que no nos gustan es trabajar para conseguir cambiarlas desde los mecanismos de reforma en ellas establecidos. Es la defensa y la propaganda del camino para la reforma. En 1973, Franco decide separar la Presidencia del Gobierno de la Jefatura del Estado nombrando presidente a un hombre leal, Luis Carrero Blanco. El gobierno está también pensado de cara al momento de la sucesión real pero es muy distinto al de 1969. Carrero supone la continuidad del régimen y un escollo para un cambio absoluto, pero lo que hubiera pasado se encarga de cortarlo la banda terrorista ETA. El propio don Juan Carlos ha precisado que de vivir el Almirante, un hombre que en silencio había trabajado por la restauración de la Monarquía y por don Juan Carlos, no hubiera podido desmantelar el régimen tan rápidamente, aunque creía que Carrero, finalmente, no se le hubiera opuesto presentándole su dimisión. Nadie duda hoy que, con el asesinato del Almirante, se abrió un nuevo capítulo de la Historia de España en el que muchos ya miraban al día después de Franco. Don Juan Carlos ya trabajaba abiertamente para el cambio político, quedaba diseñar el camino legal. Francisco Franco fallecía tras una larga enfermedad en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Probablemente era consciente de que su régimen no le sobreviviría. En su última conversación con el hombre al que, en definitiva, le había hecho rey, ya en la Ciudad Sanitaria de La Paz, sólo pidió al Príncipe una cosa: que preservara la unidad de España. Merece la pena traer aquí, el relato que nos ha dado el propio don Juan Carlos: la última vez que le vi ya no se encontraba en estado de hablar. La última frase coherente que salió de su boca, cuando ya se hallaba prácticamente en la agonía, es la que he mencionado ya, referida a la unidad de España. Más que sus palabras, lo que me sorprendió sobre todo fue la fuerza con que sus manos apretaron las mías para decirme que lo único que me pedía era que preservara la unidad de España. La fuerza de sus manos y la intensidad de su mirada. Era muy impresionante. La unidad de España era su obsesión. Franco era un militar para quien había cosas con las que no se podía bromear. La unidad de España era una de ellas. Fernández de la Mora ha escrito unas palabras que pueden resumir todo lo dicho: ningún monarca español había hecho por su heredero lo que realizó Franco, que no se redujo a aplicar el derecho sucesorio tradicional, sino que, literalmente le hizo rey casi desde la nada. Además le entregaba una España moderna y desarrollada, en la que como ya hoy reconocen muchos historiadores: quiérase o no, había una estructura social sólida y consolidada, una realidad social organizada y una mayoría social no excesivamente insatisfecha con la forma de sociedad en que vivía. Esa España que, como afirma el propio Rey, es la que le permitió llevar a cabo la Transición: todo lo que hice cuando me vi con las manos libres pude hacerlo porque antes habíamos tenido cuarenta años de paz. Una paz, estoy de acuerdo, que no era del gusto de todo el mundo, pero que de todos modos, fue una paz que me transmitió unas estructuras en las que me pude apoyar. Y que, curiosamente, para muchos es la que permitió hacer la Transición política. ·- ·-· -··· ·· ·-· Francisco Torres García |