El derecho a vivir plantea una cuestión teológica de fondo, al encararnos con el tema de la vida y la muerte. ¿Es la muerte un hecho simplemente biológico? ¿Es la muerte, que, de forma instintiva nos repugna, una acontecimiento sobrevenido? ¿Cuál fue la razón -si la respuesta es afirmativa- del acontecimiento que hace posible que muera quien, en principio, no estaba destinado a morir? Y siguen las preguntas: ¿se identifica la muerte con un aniquilamiento total del hombre, que se deshace en pulvis, ciris et nibil (polvo, ceniza y nada)? ¿Es la muerte tan solo una separación in radice, aunque pasajera, no un adiós, sino un hasta luego del aliento de vida (Gn. 2,7) incorruptible, al barro de la carne, que, abandonado a sí mismo, se corrompe? Con una perspectiva cristiana del tema la solución no presenta dificultades, aunque quizá precise, en evitación de conclusiones simplistas, hacer una síntesis del esquema lógico que conduce a la que es de todos conocida y supongo que también por todos compartida. Primero: Dios es un Dios vivo (Mat. 16,16; 2 Cor. 6,16; Tes. 1,9); y el Dios vivo da la existencia y la vida a todos los seres (I Tim. 6,13), de tal forma que en "El existimos, vivimos, nos movemos y somos", (Hechos, '7.28). Segundo: Dios creó al hombre incorruptible. Dios, por tanto, como dice el libro de la Sabiduría (1,13), no creó la muerte. ¿Por qué muere entonces el hombre? El hombre muere por el pecado -el salario del pecado es la muerte (Rom. 6,23)- y el pecado fue obra, como tentación, de la envidia del Diablo (Sab. 1,13) y como caída en la tentación, de Adán (Rom. 5,12; 5,17, y I Cor. 1,5). Por obra, pues, del pecado original y originante de Adán, del primer hombre, ha pasado la muerte a todos los hombres (Rom. 5,12). Tercero: A partir de la entrada de la muerte en la humanidad, surge una lucha que durará hasta que la historia termine, entre la vida y la muerte, porque el Dios vivo es, además, un Dios de vivos y no de muertos (Mt. 22,32 y Mc. 12,27). Esta lucha, aunque fundamentalmente afecta al alma, es decir, a su salvación -vida feliz para siempre- o a su condenación eterna (conocida como muerte segunda en la terminología bíblica), hace referencia también a la vida y a la muerte corporales, que vienen a ser como un reflejo visible y encarnado de aquélla. Cuarto: El agente activo de esta lucha contra la muerte es el mismo Dios. El Dios vivo es un Dios trinitario, y por ello, si el Espíritu Santo es Dominum et vivificantem, en el Verbo de Dios está y estaba la vida. El apóstol San Juan lo dice expresamente: In ipso vita erat (1,4). En el Verbo encarnado, es decir, en Cristo, esta vida se manifiesta en los hombres, hasta el punto de que Cristo puede decir de Sí mismo: «Yo soy la Vida» (Jn. 11,25; 14,ó); y San Pablo añade que en Cristo está escondida nuestra vida (Col. 3,3), que Cristo vive en él (Gal. 2,20) y que dando la vida (Rom. 5,15-21), libera de la muerte (Rom. 8,2), es decir, tanto del pecado que arranca la vida divino participada del alma, que es la gracia, como del fallecimiento corporal, que es la muerte. Quinto: En el arrebato del éxtasis, el discípulo amado nos muestra en el Apocalipsis (22,1) el río del agua de la vida que mana del trono de Dios y del Cordero. Este agua de la vida purifica y regenera el yo espiritual del hombre en el sacramento de la incorporación a Cristo, pero anega y vivifica también su envoltura de carne, de tal modo que si la muerte no tiene dominio sobre el Cristo resucitado (Rom. 6,8), la misma abandonará el dominio que hay tiene sobre la carne del hombre cuando, como dice San Pablo (2 Cor. 5,4), lo mortal queda absorbido por la vida. Al ser destruida la muerte (2 Cor. 5,4), lo que fue sembrado en la corrupción será recobrado como incorruptible (1 Cor. 15,42). En todo el mensaje divino, el del Antiguo y el del Nuevo Testamento, late esta lucha usque adfinem entre la vida y la muerte, y el Canto a la Vida se traduce en expresiones concretas. Así, no sólo se habla del agua viva, del pozo de agua viva (Jn. 4,10; 4,11; 7,38), de la fuente de agua viva (Apoc. 7,17; 21,ó) sino del pan de la vida (Jn. 6,48), de la palabra y de las palabras de vida (I Ped. 1,2; Jn. 6,69), de la roca viva (I Ped. 2,4), del libro de la vida (Apoc. 3,5), del árbol de la vida (Apoc. 2,7) y del país de la vida (Salmo 26, 13,4). Pero hay una clara jerarquía en el mensaje bíblico entre la vida del alma y la del cuerpo, de tal forma que siendo el mayor enemigo de la vida el que pretende arrebatar la del alma, si para evitarlo hay que afrontar la muerte corporal, el cristiano debe sacrificar la vida de la carne. Aquí está el secreto último del martirio, testimonio de la sangre, frente a la apostasía, que lo niega. Cuando se nos dice que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos 5,29); cuando se exalta a quienes el amor a la vida no les hizo rehuir la muerte (Apoc. 12,11); cuando Cristo, que vino a dar testimonio de la Verdad, da por ella su vida, mostrando así su amor insuperable por los hombres, lo que se pone de relieve -y aquí está la verdadera dimensión del derecho a vivir- es que este derecho a vivir en la carne, en el tiempo y en el espacio, es un derecho subordinado a otros derechos superiores. Por ello, junto a la proclamación fervorosa y plena de júbilo del derecho a la vida, hay que proclamar también que el derecho a la vida no es un absoluto, contemplado en su perspectiva temporal, puesto que, por un lado, esa vida temporal implica en ocasiones deberes ante los cuales puede existir la obligación de inmolarla, y por otro, puede entrar en colisión con el derecho ajeno, personal o comunitario, a vivir, que requiere, como solución, y en cuanto sea posible, marcar un índice de preferencias. ·- ·-· -··· ·· ·-· B.P.L. |