El 23 de noviembre de 1995, el Papa Juan Pablo II, hablando en Palermo en el III Convenio Eclesial de la Conferencia Episcopal Italiana, afirmaba: "Ahora ya no es posible hacerse ilusiones, ya que se han hecho muy evidentes los signos de la descristianización y de la pérdida de los valores humanos y morales fundamentales. En realidad tales valores, que manan de la ley moral inscrita en el corazón de los hombres, muy difícilmente se mantienen, en la experiencia diaria, en la cultura y en la sociedad, cuando desaparece o se debilita la raíz de la fe en Dios y en Jesucristo". Por tanto, las crisis y las fiebres que se sucedieron en los últimos cinco siglos en Occidente no eran signos de crecimiento, sino coherentes señales de muerte (1) Por tanto, la civilización cristiana romano-germánica se ha acabado, y no por una catástrofe militar, sino por una catástrofe cultural, que conlleva una "catástrofe antropológica": pero la vida continúa, y con ella la vida social. Una parte de humanidad, un mundo humano de relevancia mundial, porque autor de misión y de civilización, de imperialismo y de colonialismo en el mundo entero, conoce no "el final de la historia" , sino el final "de la propia historia"; ha entrado en un "período vacío" "época turbia" o "interregno"- , en un desorden, cuyo panorama se caracteriza por ruinas de instituciones y por jirones de usos y costumbres, pero sobre todo por falta de homogeneidad cultural . Ésta entraña una conflictividad aterradora, no sólo y ciertamente no principalmente militar, exterior al hombre, sino cercana al hombre mismo particularmente considerado, cuando no a él intrínseca, como por ejemplo aquélla que enfrenta en el divorcio a los cónyuges que se habían libremente elegido, o a la madre con el hijo en el aborto, o bien al hombre consigo mismo en el uso de las drogas y en el suicidio. ¿Es posible, es lícito hablar de muerte tras la apertura del Muro de Berlín el 9 de diciembre de 1989 y mientras trancurre el colapso del polo occidental y originario del sistema imperial socialcomunista? El Papa Juan Pablo II afirma al respecto: "Sería, por tanto, sencillísimo decir que ha sido la Divina Providencia la que ha hecho caer el comunismo. El comunismo como sistema, en cierto sentido, se ha caído solo. Se ha caído como consecuencia de sus propios errores y abusos. Ha demostrado ser una medicina más dañosa que la enfermedad misma. No ha llevado a cabo una verdadera reforma social, a pesar de haberse convertido para todo el mundo en una poderosa amenaza y en un reto. Pero se ha caído solo, por su propia debilidad interna. [...] La caída del comunismo abre ante nosotros un panorama retrospectivo sobre el típico modo de pensar y de actuar de la civilización moderna, especialmente la europea, que ha dado origen al comunismo"(2) Por tanto, la última fase de un morbo que se ha presentado como medicina, el enfermo ha muerto y con él ha desaparecido también la enfermedad. Por consiguiente, tras un largo otoño y tras un invierno especialmente rígido, ha acabado el denominado Medievo. "Medievo" es término usado para describir la "edad oscura" entre Antigüedad y Modernidad, entre dos paganismos, aunque de bien distinta cualidad son el paganismo del precursor y el del apóstata; por consiguiente, "Medievo" es término polémico para desacreditar una cristiandad hegemónica, una sociedad que se hizo cristiana y sus elecciones. Pero quien inventó tal término, quizás no se dio cuenta que se puede decir de dos maneras: de hecho, "Medievo" no es solamente el "pequeño tiempo histórico" en el que una sociedad se remitía explícitamente al misterio de Dios en su Revelación cristiana, sino que también es el "gran tiempo histórico", el "tiempo de la Iglesia", el "tiempo intermedio" entre la primera y la segunda venida del Señor Jesús. Pues bien, si una civilización cristiana ha desaparecido, si un "pequeño Medievo" ha acabado, el "gran Medievo", el tiempo de la Iglesia, dura: de hecho, la Iglesia en el tiempo actua evangelizando y administrando los sacramentos para que todas las sociedades humanas acojan al Señor Jesús y su mensaje y los haga juez y parte de la propia cultura, dando lugar a nuevas expresiones de su realeza social, a nuevos "pequeños Medievos", "mortales", esto es, destinados a fenecer, como todas las épocas históricas, aunque, eventualmente, "productores" de santos y de "santidad social", es decir, de bajones hasta los mínimos históricos, compatibles con la condición humana post-peccatum, con la conflictividad externa e interna al ser humano. En este "período vacío", es inevitable plantearse un interrogante y meditar sobre la respuesta que nos ofrece la historia: "¿Qué ha amado, querido, buscado la época de la cristiandad? La paz". "Saliendo de un período vacío que a menudo fue una agonía, este tiempo tenía la nostalgia de la paz. Los terrores del año mil son una leyenda, ¡pero qué bien exprimen esta nostalgia! ". "Sin embargo la época de la cristiandad no había olvidado en absoluto la definición de su maestro san Agustín: la paz es la tranquilidad del orden. Ella fue una reconstrucción en los hechos y una síntesis en los espíritus. Ninguna reconstrucción política, económica o social es sólida, duradera sin este tipo de síntesis: la época de la cristiandad lo había entendido" (3). Ergo, ¿qué, pues, si no es la paz, debe "amar, querer, buscar" toda cristiandad, esto es, todo grupo de cristianos en la historia? Los caracteres de la paz están descritos por el Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965): "La paz no es una simple ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas contrarias, ni nace de un dominio despótico, sino que con razón y propiedad se define como obra de la justicia (Is 32,17). Es el fruto de un orden impreso en la sociedad humana por su divino Fundador para que lo realicen los hombres que aspiran siempre a una justicia cada vez más perfecta. Porque el bien común del género humano tiene su esencial razón de ser en la ley eterna, pero se somete, en sus concretas exigencias, a las incesantes transformaciones del tiempo que pasa; por ello la paz no es nunca una adquisición definitiva, sino algo que continuamente ha de construirse. Y como, además, la humana voluntad es frágil y está herida por el pecado, el mantenimiento de la paz pide a cada uno el constante dominio de sus pasiones y exige la vigilancia de la autoridad legítima" (4). Por tanto, a "ésta" paz nos vienen exhortando a todos los hombres los sucesores del príncipe de los Apóstoles, Pedro, vicarios de Jesucristo y romanos pontífices, con ritmo anual, desde el "fatal" 1968, iluminando, de vez en vez, éste o aquél aspecto de tal paz, en mensajes en los que sobresale, por su carácter fundacional, el lanzado en 1979 por el Papa Juan Pablo II, "¡La verdad, fuerza de la paz!, [...] un documento según Plinio Corrêa de Oliveira que bastaría por sí solo para caracterizar todo un pontificado". Por consiguiente, "es tiempo [...] de entender más profundamente que el núcleo generador de toda cultura auténtica está constituido por su relación con el misterio de Dios, en el cual solamente se puede encontrar el fundamento inquebrantable de un orden social fundado en la dignidad y responsabilidad personal. Es a partir de aquí que se debe construir una nueva cultura" (5). Pero, no obstante la considerable herencia, por tanto la supervivencia de elementos positivos, "el nuestro no es el tiempo de la simple conservación de lo existente, sino de la misión" (6). En este período "vacío" una vez más-, a la desesperación por lo que se ha perdido, destruido y/u olvidado, hay que contraponer la esperanza de un nuevo florecimiento cultural cristiano, de una nueva civilización cristiana, a partir de la cristiandad existente. Sin embargo, ya que "la historia es menos evolución de la humanidad que despliegue de aspectos de la naturaleza humana" (7), "no sabemos cuáles serán las características de la civilización cristiana en el tercer milenio. Pero ello no debe sorprendernos. Ni siquiera los Santos Padres de los comienzos hubieran podido prever la síntesis cultural realizada en el Medio Evo. Y los medievales, a su vez, no hubieran imaginado siquiera lejanamente la expansión misionera de los siglos sucesivos. Ninguna sorpresa, pues, que el futuro se nos antoje oscuro. Lo que podemos, no obstante, dar por cierto es que el porvenir nos ofrecerá también a nosotros la epifanía de un nuevo aspecto de la plenitud de Cristo". (8) La indispensable misión en los países de antigua cristiandad, misión que el Papa Juan Pablo II califica como Nueva Evangelización, impone, más que nunca, "la exigencia de un cristianismo integral, que no haga rebajas cuando se trata de la verdad y sepa al mismo tiempo medirse con la historia y la modernidad, [exigencia que] ha marcado el entero siglo pasado y ha resurgido con fuerza en el Concilio Ecuménico Vaticano II" "La Iglesia ha entendido con mayor claridad, en el transcurso de los acontecimientos dramáticos de los decenios pasados, quesu tarea es la atención y la responsabilidad hacia el hombre no "abstracto",sino real, "concreto" e "histórico", al cual ofrecer ininterrumpidamente a Cristo, único Redentor suyo" (9) La referencia pontificia al Concilio Ecuménico Vaticano II hace indispensables no sólo la remisión doctrinal a los documentos de la asamblea ecuménica y a su organización catequística en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992, sino su reexaminación, en una perspectiva providencial, del hecho mismo de su celebración. De tal perspectiva nos ofrece los términos esenciales el Papa Pablo VI (1963-1978) en el discurso de cierre de la asamblea ecuménica, cuando sugiere la clave de lectura espiritual, por tanto con relación a Dios, y, tratándose de un acontecimiento histórico, a la acción de Dios en la historia, esto es, a la Providencia. "La antigua historia del Samaritano afirma el Pontífice ha sido el paradigma de la espiritualidad del Concilio". Por tanto, según la interpretación autorizadamente propuesta, en el plan de Dios y en la lectura auténtica de su vicario, el Concilio Ecuménico Vaticano II no ha sido un arrodillarse de la Iglesia ante el mundo moderno, sino el inclinarse, incluso el arrodillarse de la Iglesia esto sí ante el lecho de un mundo moribundo para acompañar su agonía, sobreviviéndole, no obstante, para continuar su propia misión. No es ésto, sin embargo, lo que de vez en vez han sugerido e insinuado, durante su celebración y sobre todo en el trágico período postconciliar, y siguen sugeriendo e insinuando lectores maliciosos o tan ingenuos cuanto superficiales, cuyo triunfo contingente pero plurianual no ha faltado de afectar duramente, de hacer sufrir dolorosamente y de entristecer profundamente a tantos, entre los cuales rubrico a mí mismo y, bajo mi responsabilidad, a mis maestros, además de desorientar a muchos evidentemente los "más fieles" entre los fieles y, lamentablemente, de inducir también a algunos, por cierto inoportunamente, a cuestionar "al niño" ante la suciedad del "agua de la bañera". La esperanza, la certeza sugerida por el Papa Juan Pablo II respecto la eventualidad y la posibilidad de una nueva civilización cristiana encuentra una señal nada irrelevante en el acto de consagración del tercer milenio a la Virgen de Fátima, cuya estatua estuvo para la ocasión peregrina en Roma. De tal acontecimiento se puede legítimamente concluir que el íntegramente desvelado "secreto" de Fátima no hace en absoluto referencia a un ciclo cerrado, que ha encontrado su epílogo el 13 de mayo de 1981, en la Plaza de San Pedro, con el milagroso fracaso del atentado al Papa Juan Pablo II, o con la apertura del Muro de Berlín, sino que abre al futuro de una nueva civilización cristiana, conforme a la condición: "¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!" y a la promesa: "Por fin, Mi Inmaculado Corazón triunfará".. ·- ·-· -··· ·· ·-· Giovanni Cantoni y T Ángel Expósito Correa Notas (1) víd. Plinio Corrêa de Oliveira, "Revolución y Contra-Revolución" www.lucisullest.it/international/es/rcr-espanol.htm (2) Juan Pablo II con Vittorio Messori, "Cruzando el umbral de la esperanza", pág. 141. (3) Gonzague de Reynold, "Le toit chrétien", tomo IV de la "Formation de l´Europe", Plon, París 1957, págs. 500-501 (4)(Concilio Ecuménico Vaticano II, "Gaudium et Spes", n. 78 (5) Juan Pablo II, Discurso al III Convenio Eclesial de la Conferencia Episcopal Italiana, Palermo 23-11-1995 (6) ibídem (7) Nicolás Gómez Dávila, "Nuevos Escolios a un texto implícito", tomo I, Procultura, Santa Fe de Bogotá 1986, pág. 83 (8) Juan Pablo II, Discurso a los Prelados de la Conferencia Episcopal Húngara, de 20-8-1991. (9) ídem, Ángelus, Castelgandolfo. |