30 de mayo de 1998. Vigilia de Pentecostés. La plaza de San Pedro, desde la mañana, esta repleta de gente que ha ido llegando desde distintos puntos de Roma. Nunca un Papa se ha reunido con los líderes carismáticos de su tiempo para celebrar con ellos una especie de "cenáculo especial" en los días previos a Pentecostés, ni había convocado a los cientos de miles de seguidores de estos líderes para celebrar con ellos la gran fiesta del Espíritu Santo. Como nunca un Papa había podido seguir tan de cerca a los grandes fundadores de las familias espirituales de su tiempo. En la Plaza Mayor de la Cristiandad estaba la Iglesia del tercer milenio cristiano: con el Sucesor de Pedro, con los cardenales y obispos, con Chiara Lubich (Focolares), Kiko Argüello (Neocatecumentales), Jean Vanier (El Arca), don Giusanni (Comunión y Liberación), el padre Maciel (Regnum Christi), el profesor Riccardi (Comunidad de San Egidio) y otros Fundadores de Movimientos y comunidades cristianas. "El Espíritu está aquí dijo Juan Pablo II aquel día-, es como si esta tarde se renovase en esta Plaza el manantial fecundo de aquel Pentecostés primero. El Espíritu Santo está aquí, esta tarde, con nosotros, y vosotros sois la prueba de esa nueva efusión del Espíritu, de ese nuevo e inesperado dinamismo eclesial que surgió del Concilio Vaticano II". Y dijo también que "en el camino ha habido presunciones, prejuicios, intemperancias, tensiones e incomprensiones, que han sido una dura prueba para conocer la singularidad genuina y la fidelidad de los Movimientos", pero que, "a partir de ahora, se abre una nueva etapa: la de la madurez eclesial", y que "los Movimientos sois la respuesta providencial al dramático desafío de este fin de milenio en el que una sociedad secularizada no parece querer saber nada con el Espíritu". Después de aquel día nadie ha puesto en duda, si alguien lo dudaba antes, que entre los adjetivos que se le pueden poner al Papa Juan Pablo II como seña de identidad de su largo pontificado uno de ellos es el de "El Papa de los Movimientos". Pero no porque estos hayan sido los "nuevos ejércitos" con los que el Papa ha contado para el "proceso de restauración" que ha querido llevar a cabo, como algunos han repetido hasta hacer de ello uno de los muchos erróneos tópicos de este pontificado. Si no por la confianza de Juan Pablo II en los nuevos movimientos, no para ninguna "cruzada de restauración de la cristiandad", sino para una "nueva evangelización", con la que, entre otras cosas, asume y potencia el espíritu de diálogo, la libertad religiosa, y la centralidad de la preocupación por el hombre, propias de la renovación conciliar, de la que Juan Pablo II no sólo no es retractor, sino su más profundo y prolijo promotor en sus años de pontificado, decisivos para la extensión y el arraigo de la renovación eclesial de la segunda mitad del siglo XX y del inicio del XXI. A nadie se le oculta, por otra parte, la adhesión y servicialidad incondicional al Papa por parte de los movimientos, que nace de la fe profunda en el ministerio del sucesor de Pedro y de una arraigada experiencia de comunión sin fisuras con toda la Iglesia. Tampoco se le oculta a nadie que Juan Pablo II guardó siempre en su memoria el testimonio que algunos de estos movimientos dieron en su propia patria en particular y en el resto de los países del Este Europeo en general, antes de la caída del Muro de Berlín. Un testimonio de valiente riesgo de familias misioneras, y un testimonio elocuente de un modo de presencia evangélica prudente, callada, y humilde, como levadura en la masa. Además de algunos gestos proféticos e históricos, como fue la Fiesta de Pentecostés de 1998, nos queda su largo y rico magisterio sobre los nuevos movimientos eclesiales. A los participantes de uno de los congresos de los movimientos, realizado en septiembre de 1981, el Papa les recordaba que si bien "la Iglesia, en si misma, es un movimiento", pues "está siempre en estado de misión", por el gran florecimiento de estos nuevos "movimientos y las manifestaciones de energía y de vitalidad eclesiales que los caracterizan, han de ser considerados ciertamente como uno de los más hermosos frutos de la vasta y profunda renovación espiritual promovida por el último concilio". Uno de los principales valores de los movimientos lo encuentra el Papa en el hecho de que, "en el contexto de una sociedad pluralista y fraccionada y sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica". De tal modo que considera a los movimientos en la vanguardia de una nueva evangelización basada no tanto en el discurso como en el testimonio misionero. Dirigiéndose al Consejo Pontificio para los Laicos, el 24 de marzo de 1991, reconocía en los nuevos movimientos la singular capacidad para "comunicar al otro las razones de la experiencia misma de la propia conversión". Dos años antes del gran Encuentro del Papa con los nuevos movimientos y comunidades eclesiales, el Papa, también en la Vigilia de Pentecostés, explicaba el lugar de los nuevos movimientos y comunidades eclesiales en la Iglesia: "Uno de los dones del Espíritu en nuestro tiempo es ciertamente el florecimiento de los nuevos movimientos eclesiales, que desde el inicio de mi pontificado continúo indicando como motivo de esperanza para los hombres. Ellos son un signo de la libertad de formas, en los que se realiza la única Iglesia, y representan una segura novedad, que sigue esperando ser adecuadamente comprendida en toda su positiva eficacia para el Reino de Dios en el hoy de la historia". Ante los recelos y las prudencias que suscita siempre en la Iglesia lo nuevo, es el Papa el que insiste en que "tanto los pastores como los fieles laicos deben saber acoger este don con gratitud". En la Encíclica Redemtoris Missio (nº 72) escribía a este propósito: "Cuando se integran con humildad en la vida de las Iglesias locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha. Por tanto, recomiendo difundirlos y valerse de ellos para dar nuevo vigor, sobre todo entre los jóvenes, a la vida cristiana". Además de agradecerles su servicio a la Iglesia, de animarles y de confirmarles en la fe y en la unidad, al dirigirse a los movimientos eclesiales es constante su llamada "a un compromiso especial con espíritu de comunión y de colaboración". El Padre Joaquín Allende, del Movimiento Shoënsttat, me contaba en una entrevista como encontrándose en la Jornada de la Juventud de Santiago de Compostela en 1989 con varios de los líderes de los movimientos, llamados por él como "catequistas" en las Jornadas, les hacía una singular confesión: "confío en que ustedes se quieran y se ayuden, que los hombres de Espíritu de este tiempo no rivalicen entre si como los grandes fundadores de otros tiempos". Otro de los puntos a tener en cuenta del magisterio de Juan Pablo II es el que se refiere a la pertenencia a estos movimientos, no ya únicamente de los fieles laicos, sino también de sacerdotes diocesanos, de religiosos y religiosas, y de los candidatos tanto al presbiterio diocesano como a la vida religiosa: seminaristas, postulantes, novicios, etc... No sólo su aprobación, sino incluso su fomento, quedan patentes en las dos exhortaciones apostólicas postsinodales, la Pastores Dabo Bobis, de 1992, sobre la formación de los candidatos al sacerdocio, y la Vita Consecrata, de 1996, sobre la vida religiosa. En junio de 2001, con ocasión de un Congreso Internacional en Roma sobre ministerio sacerdotal y nuevos movimientos, Juan Pablo II dijo que "atraídos por el ímpetu carismático, pedagógico, comunitario y misionero que acompaña a las nuevas realidades eclesiales, esta experiencia puede resultar muy útil, porque es capaz de enriquecer la vida sacerdotal de cada uno y animar el presbiterio de preciosos dones espirituales". Pero desde el punto de vista eclesiológico, la gran novedad de este magisterio, inspirado en la teología de la permanencia de los perfiles (fundamentalmente: perfil petrino y perfil mariano) de la Iglesia de Von Balthasar, consiste en "la coesencialidad de los movimientos en la vida de la Iglesia junto a la jerarquía", expresión que aparece en boca del Papa por vez primera en 1991, y que luego será central en los dos discursos papales de Pentecostés´98. Los movimientos, como expresión singular de la vitalidad carismática de este tiempo, expresarían de algún modo la presencia y la asistencia de María, madre que reúne y genera continuamente la novedad de la vida en Cristo, junto a la presencia y asistencia de Pedro, expresada en el Papa y en los sucesores de los apóstoles, garantes de la unidad en la fidelidad al verdadero don del Espíritu, y de la continuidad de sus dones sacramentales. Volvamos para terminar a aquella Vigilia de Pentecostés de 1998. Antes, la actual colaboración y reconocimiento de los nuevos movimientos era sólo un sueño, pero era el sueño del Papa. En su corazón venía sintiendo la necesidad de reunirse no uno a uno, sino con todos juntos, con todos sus movimientos, con todas esas nuevas realidades de la Iglesia que se mueven a un ritmo vertiginoso como huracanes que a su paso arramblan con su fuerza carismática con todo lo que estaba dormido, para devolverle el color y el brillo de la eterna novedad cristiana. A partir de aquella noche los movimientos intensificaron notablemente la comunión entre ellos y con las Iglesias particulares. En cientos de países se repitió en los años sucesivos un "Pentecostés´98". En sus innumerables viajes, como el de la V Visita Apostólica a España en mayo de 2003, no dejará de hacerles el guiño de su complicidad, pues aunque en esta como en tantas otras ocasiones, aunque no pueda producirse un encuentro especial con ellos, él bien sabe que detrás de cada detalle de la preparación de cada visita, detrás de cada andamio, de cada coro, de cada servicio de voluntariado, de cada acto organizado, están, silenciosos y serviciales, los hombres y las mujeres, y sobre todo los jóvenes, de los nuevos movimientos y comunidades eclesiales. ·- ·-· -··· ·· ·-· Manuel María Bru Alonso |