Juan Pablo II se ha ganado con justicia el sobrenombre de "el Papa viajero". Algunos, siempre escudándose, sobre todo en las últimas dos décadas, en su delicado estado de salud, han criticado abiertamente ese constante e irrenunciable ir y venir a lo largo del globo, que contrasta con la continuada permanencia en Roma de sus más inmediatos predecesores. Cierto es que los avances en el terreno de los transportes son los que han permitido, sobre todo desde el pontificado de Pablo VI, esa presencia mucho más cercana de Su Santidad a los fieles; pero ha sido, sin duda, Juan Pablo II quien ha hecho de los viajes papales la más eficaz arma para intentar parar e invertir el proceso de secularización, de laicismo y de relegación de la religión a un mero ámbito cultural que se está dando en el mundo; permitiéndole, además, llevar a cabo el intento de corregir el desviacionismo interno que la Iglesia sufría desde los tiempos del infructuoso diálogo marxismo-cristianismo y de las lecturas desviadas del Concilio Vaticano II. Quizás esta intención sea la razón última y veraz de las críticas que, a menudo, estos viajes despiertan. Juan Pablo II se ha convertido, probablemente sin quererlo, en un Papa carismático para los católicos en particular y para muchos cristianos en general. Nos encontramos ante un Papa profundamente popular, muy por encima de la popularidad que emana de su papel como cabeza jerárquica de la Iglesia católica; antecesores suyos, como Juan XXIII, lo fueron también pero desde una perspectiva mucho más eurocéntrica y también en un tiempo donde el catolicismo tenía un peso mayor a la hora de influir en las grandes decisiones nacionales o mundiales. Gran parte de la popularidad de Juan Pablo II, y por tanto de su capacidad de influencia directa sobre las gentes, se deriva de esa presencia permanente a nivel mundial; sin obviar aquellos lugares donde los cristianos son una minoría o sufren una solapada persecución. Cuando Juan Pablo II llegó a la cátedra de San Pedro se encontró con una Iglesia transida por la crisis en que se sumió durante el pontificado de Pablo VI. Una iglesia que había sufrido el trauma de ver desaparecer, en poco tiempo, a su sucesor en circunstancias un tanto enigmáticas. Al mismo tiempo se encontró con lo que parecía el avance imparable, a escala global, de los procesos de laicización en el mundo cristiano; con el proceso de abandono de la norma moral tradicional en los países católicos; con el fracaso general, por agotamiento, de la utilización de las formas democristianas para influir en la política en los países democráticos; con la profunda división interna de la Iglesia entre quienes querían mantener la ortodoxia doctrinal y quienes defendían la imposición de un progresismo, derivado de la influencia de la teología de la liberación y del relativismo moral, que amenazaba la propia estructura eclesial; con la cada vez mayor confusión de los católicos, que veían como la propia Iglesia o políticos apoyados por la Iglesia o que promocionaban el denominado humanismo cristiano defendían o mantenían posturas dubitativas ante lo que había sido la doctrina tradicional. Pero también el Papa se encontraba con un mundo en el que continuaban predominando los esquemas de la guerra fría; donde la presencia del comunismo, de las dictaduras comunistas que él conocía muy bien, era un elemento clave en las relaciones internacionales; donde empezaban a difundirse las tesis de la "nueva era", de la globalización y de la nueva orientación del capitalismo, con la imposición absoluta del materialismo en la mentalidad colectiva de los pueblos (sobre todo en occidente). Transcurrido gran parte de su pontificado es evidente que el gran objetivo de Juan Pablo II ha sido, por un lado reordenar la propia Iglesia, por otro, poner en marcha un proceso universal de recristianización. Una labor titánica asumida por convencimiento propio, en la que es imposible obviar, para los católicos, el mandato divino, el designio de la providencia. Quienes son especialistas en el pontificado de Juan Pablo II gustan de hacer referencias a la especial vinculación del Papa al denominado mensaje de Fátima, a esa tercera parte del mensaje que, pese a lo críptico del mismo, parece evidente que habla de esa crisis de la Iglesia y de la Fe que puede llevar a su destrucción, a otro final de la historia enmascarado en la reducción del hecho religioso a una pauta cultural. Gustan de subrayan como el Papa ha escogido como misión el invertir ese signo. Y probablemente del convencimiento de que tiene que realizar esa misión, para la que ha sido designado, saca esas increíbles fuerzas, pese a su débil salud física, para continuar adelante sin abandonar su trascendental política de viajes. Juan Pablo II está poniendo, con ese ir y venir, las bases para una futura recristianización. Es él quien personalmente está llevando ese mensaje por todo el mundo, entre otras razones porque nadie lo puede hacer más que El. Un mundo al que reclama la necesidad de volver a mirar a Dios, por ello pide, constantemente, a las naciones antaño cristianas que vuelvan a sus raíces (esa fue su petición en Santiago). Un mundo que necesita ejemplo y guía, de ahí, en parte, esa aceleración que han sufrido los numerosísimos procesos de beatificación que dormían, por considerarlos incómodos, inoportunos política o moralmente hablando, el sueño de los justos. En esas beatificaciones, además de elevar a los altares a aquellos que sufrieron las crueles persecuciones del siglo XX, entre ellas la española en la zona frentepopulista durante la II República, se ha preocupado en impulsar los procesos de aquellos que sufrieron martirio por predicar la Fé en tierras yermas o por crear y dar vida a nuevas congregaciones. Muchas de ellas ejemplo de cómo se puede vivir en la modernidad sin renunciar a la Norma. A ellos parece querer encomendar la vigilia de esa nueva recristianización. El Papa es consciente de que, en gran medida, el mensaje de esos viajes, las palabras que pronuncia en esos largos y pesados periplos son oídas pero no escuchadas; que la influencia directa que tienen sus mensajes es muy reducida, salvo en el sentimiento de las masas enfervorizadas en esos instantes pero que luego sufren, en cada país, sean dictaduras o democracias, la opresión del discurso políticamente correcto del momento. Muchas veces parece que sus palabras son una prédica en el desierto, ya que su efectividad directa es prácticamente nula; pero lo que intenta el Papa, con esos discursos, que se complementan con una profunda labor de guía para eclesiásticos y seglares en sus numerosas Encíclicas, es sembrar. Dejar la simiente que deberán recoger los apóstoles de esa recristianización. Masas enfervorizadas, reuniones multitudinarias, Misas con decenas de millares de personas. En algunas ocasiones muchedumbres concentradas en número superior al millón de personas. Incontables los millones de seres que siguen esos viajes a través de los medios audiovisuales; los que oyen a Juan Pablo II con un mensaje que sabe aunar a la perfección lo que es la doctrina tradicional, inmutable e inalterable, con la modernidad. Gentes muy diversas que aplauden lo que dice pero que, después, olvidan la necesaria proyección en el mundo actual. Si repasamos los temas que Juan Pablo II aborda en esos viajes, una y otra vez, sería relativamente sencillo comprobar el escaso impacto real de sus palabras, la escasa transformación de la realidad que impelen. La lucha contra el aborto y en defensa de la vida es uno de sus grandes temas y, sin embargo, nada o muy poco hacen los gobernantes que le escuchan, pero tampoco los católicos impulsan la necesaria presión social para obligar al cambio político; la defensa de la moral tradicional, de la norma moral del catolicismo, prácticamente enterrada en los países occidentales tanto a nivel general como particular; la lucha por la preservación de la familia; el progresivo abandono de la Liturgia y la oración por parte de los católicos; la denuncia constante de las injusticias sociales, de la explotación y del ultraliberalismo; sus esfuerzos denodados porque se mantenga la paz en el mundo, porque se ponga fin al ciclo de guerras que asolan el Mundo Negro
Y ahora, en Europa, su lucha por que la futura constitución europea no olvide a Dios ni la importancia del hecho religioso en la conformación de Europa y de las naciones que la integran. Los gobernantes suelen estar siempre prestos a la hora de fotografiarse, de ser recibidos en audiencias especiales, de escuchar al Santo Padre, pero después
Ese después es el silencio real que cubre los viajes de Su Santidad, cuando el oasis, que significa su presencia, cede ante el desierto de la realidad cotidiana y deja su voz como un eco perdido que espera que un día despierte nuestras dormidas conciencias. ·- ·-· -··· ·· ·-· |