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Indice de contenidos

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- Aquellos héroes del celuloide
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- Las columnas de la Iglesia
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CARTAS

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Revista Arbil nº 71-72

Aquellos héroes del celuloide

por Ignacio San Miguel

Existen serios motivos para pensar que la ética y la estética están indisolublemente unidas, y que, fallando la una, se resiente la otra


Han desaparecido casi todos, si es que queda alguno. Fueron expresión de una época más idealista que la actual, más moralizadora, menos relativista. Expresión de un tiempo ya pasado, como ellos también han ido pasando uno a uno. El último en fallecer ha sido Gregory Peck, uno de los grandes. Todavía puede que viva Glenn Ford, y quizás sea el último de aquella raza de héroes de ficción.

De héroes y villanos, todo hay que decirlo. El bien y el mal estaban bien definidos, y era rara la película que no terminase con el triunfo de la virtud. A veces, un mismo actor se destacaba en el campo del bien y del mal (Edward G. Robinson, por ejemplo). Había también películas inmorales (europeas casi siempre), pero en aquella época se sabía bastante bien lo que era moral o inmoral. No era una época banal y sin sustancia ética. Y lo raro es que no haga mucho tiempo de esto.

Entre los héroes estaban Gary Cooper, Errol Flynn, Tyrone Power, Clark Gable, Gregory Peck, Robert Taylor, Alan Ladd y otros. Entre los villanos destacaban Charles Laughton, Edward G. Robinson, James Cagney, Richard Widmark, George Sanders, Claude Rains, Vincent Price, por citar algunos. Otros grandes actores estaban más allá de estas clasificaciones maniqueas, como Laurence Olivier, Robert Donat, Fredric March, Spencer Tracy, el mismo Laughton, Ronald Colman, Vittorio Gassman etcétera. Todos los conocemos por haberlos visto en el cine americano, que es el que domina comercialmente el mundo. Se podría nombrar a los del cine europeo, como Jean Gabin, Louis Jouvet, Louis Jourdan, Gérard Philipe, Laurence Olivier, Robert Donat, Antonio Vilar, el citado Gassman, y demás, pero la lista sería interminable, y no se trata de ser exhaustivo. También se podría nombrar a las heroínas y las malvadas (Irene Dunne o Bette Davis), pero la reciente muerte de Peck me hace recordar a los héroes masculinos, sobre todo del cine americano. Lo cierto es que no hubo una hornada tan numerosa de figuras sobresalientes como la que surgió entre los años treinta, cuarenta y aún cincuenta del siglo pasado. (Resulta raro eso de decir "el siglo pasado").

Había una razón para que las películas de esa época fuesen moralmente irreprochables. En Estados Unidos existía una poderosa organización, la Liga de Decencia, constituída por católicos. Las películas, aparte de tener que pasar la censura que ya existía en Hollywood, sufrían la supervisión de la citada Liga. El motivo de que los productores aceptasen esta segunda censura consistía en que el colectivo de católicos, treinta o cuarenta millones, no acudiría a ver una película que no contase con la aprobación de la Liga de Decencia, suponiendo esto un golpe durísimo para la economía de las productoras. Esta censura duró desde 1933 a 1973, aunque ya entrando en los sesenta su funcionamiento se había relajado.

Habitualmente se dice que la censura es mala. En España, donde existió una censura adicional, algunas veces ridícula, se aseguraba como verdad incontrovertible que la censura mataba el espíritu creador, y que por eso las películas nacionales eran bastante flojas. El tiempo ha demostrado que esta aseveración era falsa. La desaparición de la censura en todos los países de Occidente, no ha elevado el nivel artístico de los productos cinematográficos, sino todo lo contrario. Y en España ha ocurrido lo propìo. No hay más que ver cómo se admiran ahora las películas de entonces, considando obras maestras muchas de las que entonces merecían un discreto aprecio. ¿Acaso ha mejorado la producción nacional desde entonces? Muy al contrario, los críticos cinematográficos se hacen lenguas juzgando a los Iquino, Nieves Conde, Orduña, Sáenz de Heredia, Vajda, Bardem y Berlanga, directores todos que trabajaron con las cortapisas de aquella censura denostada como esterilizadora. Y respecto del cine extranjero, resulta ya ocioso nombrar a Ford, Hitchcock, Welles, Sirk, Wellman, Walsh, Hawks, Siodmak, Lang, etc., considerados como auténticos genios, y sus películas correspondientes, como obras maestras del cine.

Hay dos motivos para que este fenómeno se haya producido, merecedores ambos de más largas consideraciones. Uno es la ley del menor esfuerzo. Al fin y al cabo el cine es un negocio, y si la taquilla funciona con desnudos y escenas de cama ¿para qué romperse la cabeza ideando un buen argumento que haga reflexionar a la gente adulta? El otro motivo estriba en la banalización de la sociedad. Al haber desaparecido el código de valores vigente hasta hace unas décadas, el número de situaciones dramáticas e interesantes ha disminuído. Tomemos, por ejemplo, el adulterio. ¡Cuántas obras literarias y cinematográficas sobresalientes no habrán girado sobre este tema! Pero si el adulterio se convierte en actividad corriente, trivial y sin importancia ¿cómo puede confeccionarse un drama acerca de ello?

Existen serios motivos para pensar que la ética y la estética están indisolublemente unidas, y que, fallando la una, se resiente la otra. Pero, como digo, esta cuestión merecería la magnitud de un ensayo para desarrollarla debidamente.

Aquellos actores de que hablo resultaban sumamente atractivos, hasta el punto que entre la gente joven era frecuente que se les imitase. Esta seducción estribaba en que habían sido minuciosamente elegidos por su físico para que resultasen prototipos de los diversos mitos: el mito del amante latino (Charles Boyer, Louis Jourdan, y, en el cine mudo, Rodolfo Valentino); el mito del aventurero (Errol Flynn, y, antes, Douglas Fairbanks); el mito del hombre del Far-West (John Wayne, Henry Fonda, Gary Cooper); el mito del hombre bueno americano (Gary Cooper, Spencer Tracy); el mito del gánster (Edward G. Robinson, James Cagney, Humphrey Bogart); el mito del cínico dandi de fin del XIX (George Sanders); el mito del rebelde (John Garfield, Marlon Brando, James Dean); el mito del hombre tenebroso de novela gótica (Vincent Price, Basil Rathbone), y otros tantos más.

Eran prototipos y parecían sacados de novelas y trasladados al celuloide. Y como bastantes de ellos provenían del teatro, podía uno asegurarse grandes interpretaciones.

Claro está que el culto que inspiraban no estaba justificado por la personalidad real de estos actores en su vida privada. Muchos de ellos distaban de ser como los personajes que interpretaban, si es que alguno se les asemejaba. Gary Cooper, por ejemplo, parece que no era un hombre excepcional, sino más bien corriente y vulgar. Muy celoso de su carrera y del dinero que le reportaba, convenció a Patricia Neal de que abortase el hijo que había tenido con ella durante el rodaje de The Fountainhead ("El manantial"). Preveía, con razón, que su imagen de hombre honesto y fiel iba a resentirse mucho si Patricia daba a luz, con el consiguiente deterioro de sus ingresos. No fueron esas sus única relaciones extraconyugales. Al parecer, se destacaron por su abundancia, pues era hombre muy disputado por su bella presencia. Muy distante, por tanto, de Juan Nadie o del sheriff de "Solo ante al peligro" en cualidades morales.

Spencer Tracy ya se sabe que llevó una vida de adulterio con Katharine Hepburn durante gran parte de su vida hasta su fallecimiento. Era católico y no quiso divorciarse de su mujer. Se dio a la bebida, y el alcohol fué minando su físico, lo cual se iba apreciando progresivamente en sus películas. En fin, una realidad muy distinta de la expresada por el Padre Flanagan de "Forja de hombres"

Otro actor minado por el alcohol fue Errol Flynn. Y las orgías sexuales que se celebraban en su casa de Hollywood alcanzaron gran nombradía.

Alan Ladd vivió acomplejado y deprimido, acabando en la droga y el alcohol. Murió debido a una dosis mortífera de ambos productos. Bien poco tuvo que ver con sus interpretaciones de héroe impávido, retador, frio y temerario.

Burt Lancaster, intérprete modélico de media docena de películas de cine negro, confesaba que era un completo cobarde; un cobarde redomado, que tenía miedo a todo. Y su falta de virilidad alcanzaba al campo afectivo, pues más que a las mujeres, prefería a los hombres.

En este último aspecto, el caso más renombrado fue el de Rock Hudson, intérprete de papeles muy viriles, pero que llevó una vida oculta de homosexual hasta que en 1985 se reveló que padecía sida como natural consecuencia de esta condición.

Tampoco Clark Gable fue un modelo de virilidad, según rumores bastante fidedignos.

George Sanders era hombre de muy notables y variadas aptitudes artísticas e intelectuales, pero su indolencia natural conllevó que no se esforzase en desarrollar al máximo ninguna de ellas. Paseó su indiferencia por todas las películas que interpretó, consiguiendo, si ponía un poco de esfuerzo en el intento, muy finas y ajustadas interpretaciones en papeles de relevancia. Pero sus habituales representaciones altaneras y desdeñosas tenían el contrapunto de una vida real desgraciada y atormentada. Lejos estaba de ser el hombre situado más allá del bien y del mal que nos mostraba la pantalla. A lo más, interpretaba en su vida, y a modo de máscara protectora, el personaje acostumbrado. Era débil de carácter, como él mismo confesaba, y gran parte de su vida estuvo bajo tratamientos psiquiátricos. Acabó suicidándose en España, y dejó una nota cínica, como última manifestación del personaje que señoreó su vida.

Charles Boyer, contrariamente a su imagen de seductor, era un hombre muy serio, del que no se conocieron devaneos amorosos. Fué muy discreto en su vida, pero no pudo soportar la muerte de su esposa de siempre, y también se suicidó.

Discreto, serio, educado y reservado fue igualmente Ronald Colman, quien nunca dió un escándalo, odiaba las fiestas y amaba la vida retirada y hogareña. Una excepción, sin duda.

Había que ser ingenuo para atribuir a los actores las cualidades o defectos de los personajes que interpretaban. Y había algo de idolatría en el culto que les profesaban sus admiradores. El secreto estaba en que, como he dicho, por su físico y sus maneras, eran prototipos. Eran modelos que corporeizaban los ideales, conscientes o no, de las multitudes.

Por ello mismo, su valor no está en sus vidas, sino en lo que representaban. Como creaciones de una sociedad que se regía por unos determinados valores, éstos estaban presentes en aquellos personajes y aquellos argumentos, lo mismo que en la literatura, de la que en muy gran medida dependían.

No importa, pues, cuál fuera la vida real de aquellos héroes y villanos de las salas cinematográficas. Periódicamente, los volvemos a ver ahora en la pequeña pantalla portando su mensaje. El mensaje de una época más ordenada y segura, menos banal y caótica que la actual. Por tanto, su influencia, aún en los casos más dudosos, puede ser positiva.

Un aspecto que se puede añadir a lo dicho, es el de la elegancia. Woody Allen, quien ha mostrado en numerosas ocasiones su admiración por el cine de los años cuarenta, declaró en una entrevista en que habló de este tema: "Y la gente vestía maravillosamente."

Lo cierto es que los jóvenes se interesan mucho por estas películas y gustan de ellas, según manifiestan, lo cual es un dato favorable. Quizás perciban que muchos aspectos de la vida que se muestra a sus ojos en estas ficciones no debió haber desaparecido y que merecería la pena recuperar.

Estos héroes llevan camino de convertirse en inmortales. Al haber pasado del celuloide a la cinta magnética y de ésta al cederrón, su perdurabilidad queda asegurada, pues el último no se deteriora con el paso del tiempo como los primeros. De forma que serán admirados por sucesivas generaciones, esperemos que para bien.

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Ignacio San Miguel

 


Revista Arbil nº 71-72

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(Angel Ganivet citando a Seneca en Idearium Español)