El artículo 3º de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1798 reza así: "el origen de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún órgano ni ningún individuo pueden ejercer autoridad que no emane expresamente de ella". El poder político tendría así su origen en el pueblo, en la nación entendida como una abstracción de toda la colectividad que habita un determinado territorio. Por eso, en una democracia el pueblo se gobierna a sí mismo a través de sus representantes. Cuando se aprueba una ley, es el pueblo el que se impone a sí mismo una serie de mandatos, de forma que sólo se obedece a sí mismo y, por este motivo, queda investido de un poder omnímodo ya que no puede concebirse que lo use en contra de sí mismo. Pues bien, se trata de uno de los inmortales principios de la Revolución que, por sus efectos, más bien deberían calificarse de mortales o letales. El concepto de individuo, totalmente abstracto, del que se parte para constituir por mera agregación cumulativa la nación es radicalmente falso. El individuo, en este sentido, no existe. El individuo, por definición, no es susceptible de generalización en sentido estricto. La democracia, al concebir al individuo aislado y desligado de todo grupo social lo deja sin defensa e independencia, inerme ante el Estado y las organizaciones que de él dependen los partidos-. El hombre se ve despojado de su dignidad por la democracia, y debe ir a mendigarla al Estado, convirtiéndose, de este modo, en un esclavo de las urnas y, en definitiva, del dinero. Igualmente equívoca es la noción de pueblo que se forma a partir de la acumulación de individuos. Una sociedad viva siempre lleva en sí el rasgo característico de la organización. La vida en sociedad conlleva funciones diversas y, con este fin, se dota a sí misma de órganos, de grupos miembros organizados para atender alguna tarea relacionada con el bien común. Ahora bien, toda sociedad organizada implica una distinción entre gobernantes y gobernados: alguien que ordena y alguien que obedece. La democracia proclama que el poder proviene de la multitud anónima de todos los habitantes de un territorio, por lo que sólo nos quedan dos opciones: o esa multitud es, al mismo tiempo, gobernante y gobernada lo cual resulta simplemente absurdo y de imposible realización práctica- o la multitud delega el gobierno en alguien a quien reconoce el derecho de gobernarla. Con ello, la democracia regresa al mundo de donde proviene, el mundo de los mitos que poco tiene en común con el mundo real. La democracia, al hacerse representativa, se niega a sí misma. Ya no es la multitud o el pueblo quien gobierna. En ese momento, la soberanía, de la que se despoja al pueblo en favor de sus representantes, ya no será la voluntad del pueblo, sino la de una oligarquía ocasionalmente constituida. El pueblo es soberano, se dice, a través de sus delegados, los representantes de la soberanía nacional. Pero esos representantes son elegidos a través de los partidos y, en consecuencia, no pueden representar ni siquiera a esa nación-entelequia, convirtiéndose, en la práctica, en agentes de ciertas facciones cuyo fin determinante es la conquista y el disfrute del poder. A esto, hay que añadir un matiz decisivo. Hablamos de soberanía, es decir, un poder pleno e irrestricto desde el momento en que es originario, dotado de la facultad de autojustificar sus propias decisiones. Un poder soberano, por definición, no tiene que dar razón de sus actos: son legítimos en la medida en que emanan de él. Si tenemos en cuenta que en este caso el soberano es una instancia impersonal y anónima, esa divinidad misteriosa llamada pueblo, el ejercicio del poder se torna aún más absoluto e irresponsable. En esta noción de soberanía se encuentra el germen del totalitarismo, es decir, de la negación de un orden moral objetivo, heterónomo y universal, que obliga a gobernantes del mismo modo que a gobernados. Frente al concepto revolucionario de soberanía nacional popular, desmentido por la realidad del dominio fáctico de la partitocracia, se alza la distinción clásica en el pensamiento tradicional entre soberanía social y soberanía política. La soberanía popular implica la politización y, en definitiva, la estatización de la sociedad civil, que sólo puede participar en la vida comunitaria a través de las agrupaciones ideológicas reconocidas y financiadas de forma privilegiada por el Estado. En cambio, la distinción real entre soberanía social y soberanía política evita el totalitarismo, favoreciendo la articulación de una sociedad organizada que se resista a ser absorbida por el Estado y que promueva, más bien, la auténtica socialización de las instancias representativas. Con la soberanía popular se pierde la condición de pueblo, sociedad organizada, para caer en la de plebe, o masa gregaria y anónima. La soberanía popular consagra la irresponsabilidad en el gobierno y destruye el orden de justicia que deriva de la especialización profesional y, en definitiva, de la configuración del mérito adquirido por el esfuerzo personal como fundamento de la organización social. La vida social queda, entonces, absorbida por la politicidad estatal, que impone el dominio de la fuerza numérica, derivado, a su vez, del poder económico. Es este mismo concepto de soberanía popular el que invalida por completo la llamada división de poderes. Aunque resulte una afirmación casi tautológica, es preciso caer en la cuenta de que el ejercicio del poder sólo puede limitarse a través del establecimiento de límites (intrínsecos) y limitaciones (extrínsecas). Desde el punto de vista de la organización política esta evidencia se traduce en la regla de la dualidad: separación nítida entre gobierno y representación, cónsules y tribunos. La soberanía popular alumbra un poder absoluto e irresponsable "ab origine", pues al identificar en la soberanía el gobierno y la representación, a través de fórmulas como el gobierno representativo, los denominados sistemas de justicia constitucional o los diferentes mecanismos de control democrático es decir, partidario- de los Tribunales, y al postular dogmáticamente el mandato representativo vinculado al aparato de los partidos, consagra, de hecho, la hegemonía de la plutocracia en los teóricos tres poderes. En definitiva, la soberanía popular es la negación de la sociedad organizada y, por tanto, genuinamente libre. La democracia consagra el despotismo de los poderes económicos transnacionales, ocultos, impersonales e irresponsables, sobre la base de la proscripción tácita de toda organización no política de la sociedad. Por consiguiente, la recuperación de la libertad exige, inexcusablemente, la organización de la vida social sobre pautas humanas ajenas a planteamientos de confrontación ideológica susceptibles de control mediato a través del Estado. ·- ·-· -··· ·· ·-·· Javier Alonso Diéguez |