Hace tiempo que en España no se concitaba una unanimidad periodística tan exultantemente laudatoria como la que se ha generado tras la noticia del compromiso matrimonial del Príncipe Felipe con doña Letizia Ortiz. Pese a sus 31 años, parece que todo el mundo de la prensa ha trabajado alguna vez con ella, y se han escrito cosas tan magníficas como las que entresaco del paradigmático artículo de uno de esos periodistas omnipresentes en todos los saraos mediáticos:$ «Era callada, bellísima, discreta..., luego se perdió en el ascenso hacia las estrellas..., había llegado hasta el sacrificio..., la musa de los sueños irrealizables de tantos españoles..., generaciones futuras hablarán de la belleza de Letizia..., comprometida con el sacerdocio del periodismo..., algo de nosotros (se refiere a los periodistas) se va a casar junto con ella este verano..., alguien como Letizia, un sueño imposible..., un cuento de hadas...». Silente, bellísima, discreta; astronauta, víctima, musa; sacerdotisa, fuente de insomnio, hada de cuentos... El artículo merece un duquesado. No niego que doña Letizia goce actualmente de una imagen amable y simpática, de chica mona y desenvuelta ante las cámaras, pero tampoco hay que pasarse con los excesos. Es comprensible que el gremio periodístico, incluida esa prensa del corazón tan dada habitualmente a tirarse a la yugular de quien asoma la cabeza a su alrededor, se sienta feliz porque la posible Reina de España sea «una de los nuestros», pero cuando la adulación es tan exageradamente cortesana corre el riesgo de confundirse con el sarcasmo. Una cosa es que perro no coma perro, y otra es matar al pobre animal a lametones.$ Desde mi modesto criterio pensaba que las cualidades valorables en una novia, y posible Reina, no deberían ser únicamente esas tan repetidas miméticamente por el «sano pueblo llano» que se acerca a la alcachofa de las manipuladas encuestas callejeras con la cantinela de «Es muy maja, muy moderna, muy de su tiempo y además es española» (¿será esto último xenofobia?), sino otras más fundamentales y relacionadas, en primer lugar, con su próximo estado civil, como por ejemplo: ser persona equilibrada y con cierta estabilidad en sus relaciones sentimentales. Comprendo que esto es siempre difícil de asegurar, pero para algo sirven los precedentes, y es aquí donde doña Letizia genera serias dudas, porque arrastrar a sus 31 abriles un divorcio, tras solo un año de casada, y posteriormente y en un período cortísimo, dos relaciones de convivencia posmatrimonial, también prontamente resueltas, no parecen el mejor trampolín para elevarla a los altares de la Almudena y proclamar enfáticamente que garantizará la continuidad de la monarquía. Si además añadimos que el noviazgo principesco sólo cuenta con cinco escasitos meses vividos en fines de semana de escapada en escapada de la prensa, como si se tratase de una aventura de película, resulta un pelín arriesgado concluir a bombo y platillo, no ya que doña Letizia será una fenomenal Reina de España, sino apostar seriamente por la duración del matrimonio. Cualquier amigo con novia de currículum tan emocionalmente inestable, y avalado por un noviazgo tan sumamente frágil, nos pondría en un grave aprieto si solicitara nuestra opinión sobre su inminente matrimonio. Por más que los monárquicos pongan buena cara y fuercen la sonrisa, fácil es adivinar sus temores y temblores más íntimos: un posible fracaso en la relación arrastraría tras de sí algo más que un acta matrimonial. No sé; a lo peor son cosas de mis ya confesados prejuicios hacia las modernas Coronas, pero sinceramente, esta historia tan románticamente acelerada y tan unánimente ensalzada, más que un cuento de hadas me recuerda a ese otro donde un rey se paseaba en medio de su pueblo en pelota picada, supuestamente cubierto con un traje sólo apreciable a los ojos de los más «inteligentes» que, como ahora, no cesaban de vitorearle. Ojalá me equivoque de cuento. ·- ·-· -··· ·· ·-·· Miguel Ángel Loma |