Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana
Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo
Una evaluación profunda sobre el asunto fuera de los tópicos comunes
Quisiera caracterizar, en primer lugar, desde la perspectiva de un sociólogo, qué entiendo por "sociedad de la información" y cuál es la relación que tiene esta expresión con otras usualmente usadas, tales como "sociedad del conocimiento", "sociedad del espectáculo" o también "sociedad tecnológica". Muchos autores se han referido ya al tema. Sin embargo, resulta conveniente volver sobre la caracterización del concepto, puesto que de ella dependerá también cuáles puedan ser los principales retos educativos que nos presenta.
Para todos es evidente que vivimos una etapa histórica caracterizada por la masificación de las tecnologías de comunicación electrónica de imágenes, textos y sonidos. Ya forma parte de nuestra experiencia cotidiana, determinando en gran medida el mundo en el que vivimos. Cuando se pasa del fenómeno a la indagación de su ftindamento, sin embargo, no se advierte la misma claridad y consenso obtenida para su descripción. La gran mayoría parece inclinarse a encontrar la causa de esta nueva etapa en el desarrollo tecnológico. Se habla incluso de una "revolución" tecnológica, insinuándose con ello que las consecuencias que observamos en la transformación de las conductas humanas tiene su causa principal en la tecnología actualmente disponible. Tal vez por deformación profesional, los sociólogos pensamos que los hechos sociales se explican por hechos sociales y no veo motivos para hacer, en este caso, una excepción. El desarrollo tecnológico verdaderamente espectacular de los últimos cincuenta o más años, con los enormes recursos económicos y financieros involucrados, no podría haberse producido si la socíedad no hubiese valorado como recurso para su propia organización la comunicación y la transmisión de información, tanto en el plano operativo de la toma de decisiones como en el plano reflexivo de la descripción de sí misma, de su auto-observación. Aún más, de nada servirían las nuevas tecnologías de comunicación si la sociedad no hubiese estado en condiciones de sacar provecho al costo/valor de oportunidad de estar bien informado en lugar de no estarlo. Tales presupuestos son sociales y no tecnológicos, y tampoco surgieron de un día para otro, sino que corresponden a un logro evolutivo de muchos siglos de preparación. Como planteó Heidegger en forma verdaderamente pionera para el pensamiento de su época, la esencia de la tecnología no se puede buscar en la tecnología sino en la cultura que la hace posible o incluso, en el pensar metafísico mismo, y en su modo de hacerse efectivamente real en el destino histórico de los pueblos, es decir, en la determinación de su cultura y organización social.
Son muchos los factores que concurren históricamente a la formación de un concepto operativo de información. Desde la perspectiva del tema que aquí nos interesa, se trata ciertamente de una forma de organización social del saber que tiene consecuencias para esta misma organización social, es decir, que es capaz de cambiar el estado en que se encuentra y transformarse. Estar informado es, desde luego, saber algo sobre algo o sobre alguien, sobre la realidad que lo constituye, sobre sus potencialidades de desarrollo, sobre su utilidad o peligrosidad, sobre su verdad o, bondad. Todas las sociedades han organizado sus saberes del modo que estimaban les resultaba a ellas más provechosos para una multiplicidad de propósitos. Sin embargo, sólo en la época moderna se plantea junto al saber mismo de una determinada clase de objetos la necesidad de atribuir valor a lo que se sabe, relacionándolo con la capacidad de agregar valor a los objetos del mundo en virtud de lo que se sabe. Platón, por ejemplo, en El Sofista, se ve en duros aprietos para distinguir entre el saber de un verdadero filósofo y el de un sofista, puesto que ambos tienen una apariencia social común, comparable a la de cualquier otro artesano o comerciante que vende sus productos para ganar su sustento. Ya entonces percibía que las ideas podían ser aparentemente compradas y vendidas, como las ilusiones y tantos otros productos intangibles que hoy abarrotan nuestros mercados. Pero llega a la conclusión, de que sólo el filósofo mismo en el acto de filosofar puede llegar a distinguir la verdadera ifiosofia de la argumentación demagógica del escéptico o del sofista, puesto que la diferencia entre ambos procede de la experiencia misma del saber-de-sí. A tal punto puede llegar la incomprensión social de ese saber que sólo la disposición a dar la vida en testimonio de su verdad, incluso si la muerte es manifiestamente obra de la injusticia, podría inclinar a la sociedad, o al menos a algunos de sus discípulos, a apreciar el valor y la sabiduría de ese saber. También se puede comprender, a partir de esta conclusión, el escaso éxito alcanzado por su modelo de organización de la política, el cual reservaba la cúspide de su jerarquía de orden para el filósofo, es decir, para alguien capaz de saber sólo en el saber-de-sí la diferencia entre el saber y el engaño.
Doy un salto de varios siglos para llamarles la atención sobre el ritual de iniciación de los doctores en las universidades medioevales, quienes una vez que habían sido aceptados por la comunidad académica como miembros nuevos de la corporación, después de un riguroso examen, debían salir por las calles aledañas de la ciudad para someterse al "vejamen" de la población, que les recordaba con improperios, ironías y sarcasmos que lo mucho que sabían o creían saber tenía, en realidad, menos valor que el sentido común que gobernaba la ciudad. La íntima proximidad de las expresiones "examen" y "vejamen" insinuaba que el valor del saber era próximo a la situación descrita en El Sofista, sobre la que se ironiza magistralmente en el barroco en la figura del "Licenciado Vidriera" o en la parábola acerca del vestido del rey que sólo un niño, en su inocencia, es capaz de percibir y descifrar en toda su sencilla realidad. La convicción de sentido común de que es necesario "comer antes de filosofar", refleja la priorid del valor práctico del saber por encima de cualquier visión especulativa.
Cabe entonces preguntarse: ¿Tiene solución la paradoja de que sólo el sabio conoce su docta ignorancia y de que el ignorante, en cambio, ignora su ignorancia, de modo que no hay manera de saber quién es en verdad sabio y quién ignorante? Por lo menos podríamos decir que las sociedades premodernas no lograron resolver esta paradoja y ordenaron las diferenciaciones propias de la jerarquización social atribuyéndole valor a las formas de la sociabilidad según su refinamiento y su recato, y no según el saber que las sustentaba. Hasta el siglo XVII la pertenencia a la nobleza podía prescindir aún de la exigencia de saber leer y escribir, puesto que para ello estaban los clérigos y doctorados, los cuales por su parte, en virtud de su saber, jamás accederían a cambiar su posición en la estructura social.
La emergencia de una forma de diferenciación funcional de la sociedad, que se produce históricamente por la consolidación de la cultura burguesa, propone una forma social de resolver la paradoja o, al menos, de desparadojizarla para efectos de la organización social. Me parece que ello ocurre mediante la introducción de dos nuevas distinciones no consideradas precedentemente. La primera de ellas, distingue entre el saber relativo a un objeto y el saber relativo a otro saber, o mejor dicho aún, a una expectativa de saber. El primero queda determinado por su objeto y es, por tanto, de público acceso. El segundo, en cambio, queda determinado por la certeza del punto de observación escogido, por la hipótesis dirá el método de la ciencia, y queda, por tanto, restringido para aquellos que no están en condiciones de comprender su diferencia en relación al primer saber. En lenguaje actual diríamos que se trata de la introducción de una observación de segundo orden, es decir, de una observación de observadores, la cual tiene la particularidad de renunciar a los conceptos asimétricos y ontológicamente cargados de "bueno/malo", "verdadlengaño" con los cuales las personas se ven obligados a optar por el valor de uno sólo de los lados de lo diferenciado, proponiendo, a cambio, una distinción simétrica entre una hipótesis y otra, entre un punto de vista y otro. Este es el significado esencial que tiene para las ciencias sociales la introducción del concepto de cultura en la Europa del siglo XVII, mediante el cual comienzan a compararse simétricamente distintos estilos, hábitos, semánticas o comportamientos sociales, sin tener que enjuiciar obligatoriamente si son superiores o inferiores, sino simplemente distintos.
La conciencia de la relatividad del punto de vista que se gana de esta manera, permite dar valor provisional al saber así obtenido, al mismo tiempo que delimitar el riesgo de las acciones realizadas bajo una determinada hipótesis que no es la única posible de ser considerada. El saber se transforma así no en una relación del sujeto que piensa con su objeto pensado, sino en la relación social que organiza los diferenciales de saber obtenidos por escoger el punto de vista desde el cual se observa. Con ello cambia radicalmente la noción misma del saber, puesto que ella no es ahora independiente de la forma social que adquiere su organización. Particularmente, se introduce la contingencia de todo saber en la apreciación social misma del saber, atribuyéndole de este modo valor. Asimismo, la forma y velocidad de su producción y circulación queda progresivamente determinada por el valor social atribuido a su posesión. En este sentido, el saber se transforma en información No sólo se trata de que alguien cree saber algo de alguien o de algo, sino de que sabe algo que otro no sabe y el valor informativo de ese saber reside precisamente en este diferencial del saber, que puede corresponder, evidentemente, a una diferencia con sustento en la realidad, pero puede corresponder también a una mera presunción respecto de la cual se estima de algo riesgo desconocerla o ignorarla.
La segunda distinción que introduce la cultura burguesa vincula el saber a la temporalidad, diferenciándose el valor de oportunidad del mismo. Enterarse hoy de lo que publicó el periódico de ayer no tiene, ciertamente, valor de información, ni tampoco, en general, saber algo frente a lo cual ya no existe una expectativa de saber. Este es el tipo de información que se produce, circula y adquiere valor a la par que el funcionamiento de los mercados, los que reflejan justamente las expectativas de creación o agregación de valor en los distintos ámbitos de la vida social. Si consideramos adicionalmente que, desde Aristóteles, "el tiempo es el número del movimiento", el saber transformado en información es suceptible de ser cuantificado. Este es el fenómeno social que muchas veces se conceptualiza erradamente, a mi parecer, como "economicismo", sugiriéndose con ello de que estamos en presencia de un reductivismo materialista de carácter ideológico. En verdad estamos en presencia de un reductivismo, pero no tiene nada que ver con presupuestos materialistas, sino con la cuantificación de la información, la cual es una operación social de descripción del saber que no se realiza sobre los objetos, sino sobre el valor de oportunidad que tiene ese saber respecto de otros saberes.
Estas son, según me parecen, las verdaderas transformaciones sociales revolucionarias que están a la base del desarrollo contemporáneo de la tecnología y, particularmente, de las tecnologías de la información. Recién ahora podemos apreciarlas en toda su magnitud e importancia evolutiva por dos razones: en primer lugar, en el plano reflexivo, por el ocaso de las ideologías que, cualquiera sea su signo, subordinaban unilateralmente el saber propio de la sociedad y de su auto-observación a una opción voluntarista respecto de su futuro, opción que en el límite, era de carácter utópico. Se expresaba negativamente con las expresiones 'sociedad sin clases, sin mercancía, sin moneda" y los neo-utopistas actuales agregarían "sin dogmas, sin normas, sin discriminación, sin autoridad, sin sentido". Positivamente, se expresaba como "orden espontáneo" o como sociedad de competencia perfecta". Ambas fórmulas ocultaban, sin embargo, que el saber transformado en información se constituye en verdad sobre un diferencial de información y, por lo tanto, por un ocultamiento del saber y no por una supuesta transparencia que se ganaría con mayor información. Si todos pudiesen saber en todo momento y en forma simultánea cuáles son todos los precios en que se transa un determinado bien en todas partes del planeta, simplemente no podría haber precios, que ellos expresan el valor relativo de los costos de oportunidad y de los diferenciales de productividad. Cuando se sabe todo no se sabe nada. La total transparencia es la ausencia de información.
La segunda razón por la que ahora podemos entender mejor qué significa la transformación del saber en información es la progresiva convergencia que se produce entre el ser humano y la máquina, a partir de la creación de la "máquina homeostática" o "inteligente", es decir, aquella que procesa como información el resultado de sus propias operaciones, produciendo un círculo de retroalimentación continua. Hasta entonces, la rel hombre/máquina se comprendía desde la distinción sujeto/objeto, siendo el primero el que realizaba las operaciones del saber tales como la definción de las operaciones y de sus parámetros, con lo cual quedaba determinada su finalidad, y siendo el segundo quien ejecutaba ciega o mecánicamente las instrucciones dadas por el primero. La máquina inteligente permite trascender esta diferenciación, trayendo al ser humano a un espacio compartido con ella y que se puede definir genéricamente como "protocolo de toma de decisiones". Son ya muchas las funciones sociales cotidianas en que resulta indistinto si la decisión la tomó un ser humano o una máquina y son muchas también aquellas en que la decisión de la máquina es más confiable que la humana, precisamente por la mayor cantidad de información que es capaz de procesar en una misma unidad de tiempo. Para que esta mayor eficiencia no produzca temor o angustia, desde el punto de vi psicológico, la tecnología audiovisual permite a las máquinas representar humanamente sus propias creaciones si se las provee de suficientes archivos de imágenes y de voz. La simulación se aproxima cada vez más a la perfecta imitación y, en algunos casos, a la sustitución.
Este es, en mi opinión, el núcleo duro del reto que presenta a la cultura actual la llamada "sociedad de la información". ¿Cuáles son sus concecuencias educativas? Quisiera analizar algunas de ellas, las que considero principales, a partir del siguiente dilema: El ser humano en la actualidad, como nunca antes en la historia, posee información suficiente sobre sí mismo, sobre su estructura biológica y psicológica, sobre el funcionamiento de la sociedad, sobre su cultura y las restantes culturas del planeta, sobre sus oportunidades de acción y sobre las expectativas que los demás se han formado de sus posibilidades de desarrollo. ¿Pero sabe más de sí mismo? ¿Es la información de sí un saber de sí? ¿Puede el ser humano comprenderse a sí mismo sólo como un observador, como un observador de observadores? ¿Desde qué punto de observación puede el ser humano observarse a sí mismo en su completa realidad, sin excluir ni censurar ninguno de los factores que la constituyen?
Desde la organización funcional de la sociedad, señalan los sociólogos más destacados, no es posible encontrar un punto de observación que considere la totalidad de los factores, puesto que toda observación tiene un punto ciego. Observar es diferenciar y nadie se puede situar simultáneamente en los dos lados de lo diferenciado. La diferencia que produce una diferencia no puede ser observada sino desde otra diferencia. En consecuencia, no se puede observar el todo. En cierto sentido, la Internet es un reflejo de la organización misma de la sociedad actual. Se puede navegar casi infinitamente por todos los sitios disponibles y vincular un sitio con otro, pero no existe un punto de observación de la red en su conjunto. Aplicado al ser humano se puede señalar algo análogo. Puede navegar sin pausa por el interior de sí mismo, como Joyce lo propuso en su famosa novela Ulises, sin llegar jamás a la comprensión de sí mismo. Niklas Luhmann, el gran sociólogo alemán de esta época, saca la conclusión más radical: el ser humano ya no es parte de la sociedad, sino de su medio ambiente, puesto que ninguna conciencia, por lúcida e informada que sea, podrá jamás observar la sociedad en su conjunto ni podrá, en consecuencia, entender la sociedad por analogía con su propia auto-conciencia.
Pienso que Nietzsche fue uno de los autores que intuyó más profundamente las consecuencias metafisicas que tendría para el pensamiento occidental la ¿mergencia de la sociedad de la información, aunque no elaborara para ello una explicación sociológica como la que exponemos aquí. A esta nueva etapa la llamó "nihilismo" y la definió como aquella situación en que "falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué". Desde entonces, el pensamiento ha tratado de censurar la pregunta por la finalidad, de sustituirla por la retroalimentación de las propias operaciones cognitivas, de declararla inútil, aceptando la fragmentación del saber o proclamando la necesidad de su deconstrucción. En todos los casos se llega a la conclusión del sin sentido, la cual tiene, evidentemente, una clausura operacional de la que no se puede escapar, puesto que la afirmación del sin sentido es una forma de sentido, como lo demuestran las miles de páginas con sentido escritas sobre la falta de sentido. Me parece que el aporte de la sociología ha sido mostrar que la situación nihilista contemporánea no tiene su origen o su causa en un capricho del pensamiento, sino en la organización que la propia sociedad, que bien se puede llamar ahora "sociedad mundial", se ha dado a sí misma diferenciando sus operaciones desde la premisa de la observación de observadores, es decir, desde la transformación del saber en información. Frente a esta evolución, el ser humano se ha encontrado con la siguiente alternativa: o bien renuncia a la pretensión de totalidad de su conciencia que busca el sentido último de todo, dándose por satisfecha con respuestas parciales y contingentes, o bien acepta que es un misterio para sí mismo y que no puede alcanzar por sí solo la respuesta a la pregunta por el por qué.
Me parece que es esta última alternativa la que ha desarrollado de manera coherente y sistemática el magisterio de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días. Su proposición emblemática ha sido: "El misterio del hombre se aclara de verdad sólo en el misterio del Verbo encarnado" (GS 22). En esta formulación parece aceptarse, por una parte, que desde el hombre, su deseo de totalidad y de realización del sentido último de todo no alcanza una respuesta satisfactoria. Pero lejos de concluir que la conciencia de esta imposibilidad conduce inevitablemente al sin sentido, afirma que ella conduce más bien a la comprensión de la vida humana como misterio. Tal comprensión sólo puede darse en relación al misterio más grande, al misterio de Dios (Cfr. CA 23). Pero comprender simultáneamente el misterio de Dios y el misterio del hombre sólo puede hacerse desde la revelación que Dios hace de sí mismo como hombre: "La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre... Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble" (FR 12).
No hay otra alternativa al nihilismo de la sociedad de la información sino la convergencia de la razón y de la fe en la contemplación de la verdad (Cfr. FR proemio). Sin embargo. no basta a la conciencia creyente descubrir que tiene fe para sentirse liberada del nihilismo. Esta ingenua pretensión ha sido uno de los factores, en mi opinión, que más duramente ha sacudido y frecuentemente destruido la creencia religiosa contemporánea, particularmente entre los católicos. También la fe ha sido deconstruida y reconstruida como una observación de segundo orden, es decir, como un archivo abierto a la hermenéutica de la información. "Creo que creo" es el conocido título de un libro de Gianni Vattimo que ilustra perfectamente esta reconstrucción en la lógica de una observación de segundo orden. No cabe duda que Dios es también un tema de conversación de la cultura actual, como de la de todos los tiempos. La evidencia empírica muestra incluso que ha aumentado la demanda sobre el tema religioso, no sólo recientemente, a raíz de las trágicos acontecimientos de septiembre, sino desde antes, por la irresolución de la pregunta acerca del sentido. Pero una cosa es hablar "de" Dios, lo que representa un acto propio y característico de la sociedad de la información, y otra muy distinta es hablar "con Dios", relación absolutamente incomprensible para una clausura operacional de la razón a partir de las distinciones con que observa el mundo.
Y, sin embargo, este es el núcleo constitutivo de la inteligencia de la fe. ¿Qué otra cosa podría significar la Revelación para el ser humano, sino precisamente esta posibilidad de transitar desde el hablar "de Dios" al hablar "con Dios", de reconocerlo presente en medio de las circunstancias de la vida humana? La teología nos indica que el modo en que Dios se revela es la autodonación de sí, que no por ello anula la libertad humana sino, por el contrario, la hace posible. Esta es la esencia de la "teodramática", para usar la feliz expresión de von Balthasar, pero analógicamente también, la esencia de la dramaticidad de la vida humana: que en su libertad se haga presente el don de la gracia transformando en experiencia la verdad de su destino. No se trata de una información sino de un acontecimiento, de la presencia de la inmediatez de lo abosoluto que trasciende la mediatez de toda distinción. No se trata de una expectativa, sino de un cumplimiento. Como ha escrito el Papa en una de las más hermosas frases de su magisterio: "En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué «cumplimiento» es mayor que éste? ¿qué otro «cumplimiento» sería posible?" (TMA 9).
Esta dimensión escatológica de la experiencia humana tocada por la gracia es lo que permite hablar propiamente de la vida humana como misterio, pero no ya sólo en el sentido negativo de lo ignoto, que está más allá de toda palabra y d'e toda distinción, sino en la positividad del signo. del sacramento. Esta es la razón por la que el Concilio no duda en definir la santidad como la vocación universal de todo ser humano. No es la expectativa del moralista que busca el reconocimiento de quienes lo observan, ni la ensoñación utópica de quien imagina un mundo feliz, sin mal moral, sin injusticias, sin enfermedades y sin la muerte. Es más bien la promesa del "ciento por uno" que realiza la vida humana en la verdad de su humanidad.
Ahora bien, el saber-de-sí de este cumplimiento es lo que la tradición bíblica y, recientemente, Fides el ratio, denominan sabiduría. No se construye analítica o dialécticamente, sino que se descubre y se contempla, y por esta misma razón, sólo puede transmitirse humanamente por el testimonio. Es ésta otra palabra deconstruida y reconstruida en la lógica de la información y usualmente difundida por los medios de comunicación de masas como búsqueda de la estima y del reconocimiento social, como documentación de la coherencia y de la perseverancia, del logro de los objetivos que se proponen cuando se realizan con los medios adecuados. Si la consideramos, en cambio, en su lógica sapiencial, deberíamos decir que la sabiduría del testigo es excéntrica. No habla de sí misma, sino de la positividad de la realidad, de su sentido objetivo, de su significado. No busca distraer ni entretener, sino referir todos los hechos a su fundamento. Y no obstante, en esta excentricidad, en esta aceptación libre de la verdad de todo lo real, que no procede de sí misma, la conciencia descubre su propia consistencia. Por ello, como dice una frase conmovedora del P. Luigi Giussani: "La palabra más sagrada después de la palabra Dios, es la p yo". Sagrada, por lo tanto, no hay que hablar en vano de ella, puesto que su consistencia no procede del lenguaje ni de la frecuencia de su uso, sino de que en la conciencia humana acontece el significado del mundo.
Llego a la parte final de esta tesis. A la transformación del saber en información que realiza la sociedad actual le hace falta ser complementada con la transformación del saber en sabiduría, de la que da testimonio la tradición sapiencial. Es esta una experiencia exclusivamente humana, extraña a la máquina homeostática, porque no se construye por la simulación de escenarios posibles ni por la comparación de cursos de acción a vos y contingentes, sino por la inmediatez de lo absoluto que acontece como obra de la gracia en cumplimiento de la vocación humana. Hablo de complemento y no de sustitución ya que la transformación del saber en información es un logro evolutivo de la sociedad sin el cual no podría funcionar actualmente en los niveles de complejidad en que lo hace. No me parece que haya nada negativo en ello, excepto el hecho de que muchos se sienten arrastrados a buscar en este procedimiento lo que jamás podrán encontrar, como es la realización de la vocación humana. Pero esta búsqueda insensata no está determinada ni por la organización social ni por las máquinas de las que se sirve, sino por la pérdida o el adormecimiento del sentido religioso, es decir, de la búsqueda del significado total y último de la realidad en el conjunto de todos sus factores. Si la información procede por la delimitación de una diferencia, no hay información en el mundo capaz de proporcionar el conocimiento sintético del conjunto de los factores de la realidad. Por su misma lógica de construcción, una información sólo lleva a otra información.
Ante la progresiva aceleración de la búsqueda, construcción y difusión de la información, los expertos en educación hablan desde hace décadas que la finalidad del proceso educativo puede ser definida por la expresión "aprender a aprender", dejando a las circunstancias determinar en cada caso qué es lo que se aprende. Pero esto es exactamente lo que realizan las máquinas inteligentes, aunque de manera limitada o finita por el diseño de su respectivo protocolo de operación. En cierto sentido, se trata de una imitación de la inteligencia humana y por ello no parece errado hablar de máquinas inteligentes. Pero, a diferencia de la máquina, la conciencia humana no puede separar o aislar la inteligencia de la condición humana misma, de su concreto y único modo de existir, el cual determina propiamente el qué y el por qué del aprendizaje. Se trata de aquellos datos antropológicos elementales que no pone la inteligencia en la realidad, sino que le son dados por la vida misma. Nadie ha escogido venir a la existencia ni ha recibido la vida en virtud de un acto de su inteligencia. Nadie ha escogido su condición finita y mortal ni podrá trascenderla en virtud de un acto de su inteligencia. Esta puede aspirar a comprender el origen y el destino de la existencia, pero no puede determinarlos. Reducir la finalidad del proceso educativo a la fórmula "aprender a aprender" implica censurar en la inteligencia humana aquello que, en última instancia, es lo único que le interesa saber: qué sentido tiene estar en la existencia y cómo se armoniza este sentido con el significado de todo lo que existe. Sin esta apertura a la pregunta por la finalidad, por el por qué, tampoco tendría sentido averiguar qué puede significar para el ser humano ser inteligente. Al final, aprender a aprender no significa otra cosa que definir como real y verdadera expectativa educativa la constante adaptación de las personas a las necesidades sociales, del modo como la propia sociedad las define.
Enseñar a las personas a adaptarse con flexividad a las circunstancias imponderables y siempre cambiantes de la realidad social me parece que es un servicio que debe apreciarse en todo su valor y no pretendo aquí desconocerlo. Pero elevarlo a la categoría de finalidad del proceso educativo introduce una distorsión antropológica de graves consecuencias. Tanto la tradición cristiana como el Estado de Derecho han reconocido el valor anterior y superior de la persona humana frente a cualquier clase de instituciones sociales. Pero ya no se sabe bien o no se recuerda por qué habría que reconocerle a la persona humana este valor tan prominente. Desde el punto de vista del funcionamiento de la sociedad más parece una rememoración romántica de una situación desmentida diariamente por la evidencia empírica. Desde luego, nunca se ha justificado a partir de datos empíricos, puesto que todas las culturas han tenido la evidencia que las personas pasan y las sociedades quedan. Lo que, de modo particular, queda de manifiesto en esta época es que tampoco puede justificarse este valor inconmensurable de lo humano apuntando a su condición inteligente, sin especificar, al menos, de qué inteligencia hablamos. Las máquinas inteligentes pueden avergonzar en ciertos dominios a la inteligencia humana. Por ello, se vuelve indispensable comprender la finalidad del proceso educativo con aquella inteligencia que no es sustituible ni comparable con la inteligencia de las máquinas y que no es otra que aquella que pone a la conciencia humana en el umbral del misterio y le permite comprender su positividad.
Desde esta inteligencia, puede definirse la finalidad de la educación con las siguientes palabras del Padre L.Giussani: "La primera preocupación de una educación verdadera y adecuada es la de educar el corazón del hombre así como Dios lo ha hecho. La moral no es otra cosa que continuar la actitud original con la cual Dios crea al hombre frente a todas las cosas y en su relación con ellas" (pg. XIII). La comprensión y transmisión de esta "actitud original" toca el fondo a la vez más íntimo y universal del saber-de-sí que no podrá jamás ser reducido a información, puesto que no se alcanza por una distinción hecha por un observador sino por la experiencia de los maestros y testigos. De ahí que la tradición educativa del catolicismo haya acentuado siempre que el verdadero sujeto de la experiencia educativa no son los profesores solos, ni los alumnos solos, sino la comunidad de maestros y discípulos, cuyo fruto más elocuente es el gozo en la verdad de todo lo que existe y el gusto por la vida.
Al observar las actuales tendencias educacionales promovidas por la sociedad de la información resalta con mayor urgencia que nunca la necesidad de los católicos de recuperar esta memoria cultural y formativa de su propia tradición. No se trata sólo de un derecho que les asiste en virtud de la libertad religiosa y de conciencia, sino que se trata también de un derecho que tienen todos los seres humanos de todos los pueblos de alcanzar ese proftindo saber-de-sí que proviene de la tradición sapiencial. Podríamos formularlo de este modo: Sólo en el saber de la sabiduría puede la conciencia humana encontrar la sabiduría del saber. Desde este núcleo cobra sentido el procesamiento, difusión y almacenamiento de información. Pero este sentido no procede de la información, ni puede ser, por tanto, materia de auto-aprendizaje con medios informativos. Sólo puede percibirse y experimentarse como la "actitud originaria" con que una comunidad de maestros y discípulos se abre a la verdad y conquista desde ella su libertad.
Fides et ratio ha dado a los católicos una brillante luz para comprender su misión cultural y educativa en medio de una sociedad atravesada trágicamente por el nihilismo y el sin sentido. Los prodigiosos avances de las tecnologías de la información son de inmensa utilidad para el desarrollo de todas las habilidades humanas vinculadas precisamente a la transformación del saber en información. Pero tendríamos que repetir una vez más con Nietzsche: "falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué". Es la pregunta que la tecnología de la información no puede formular porque traspasa la existencia humana en su totalidad y no sólo el ámbito del diferenciar y observar lo diferenciado. Compromete a la razón y la fe, a la inteligencia y a la libertad. Nos dice la encíclica: "La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino sólo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios" (FR n.14). Sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios. Sólo esta libertad de la inteligencia puede ser esperanza para el mundo..
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