La familia es la institución más valorada por los españoles, según muestran repetidamente año tras año los sondeos de opinión. Sin embargo, el panorama familiar en España dista mucho de ser alentador. Por dos razones fundamentales. De un lado, el paupérrimo índice de natalidad el más bajo del planeta desde 1996, configurador de una sociedad sin hermanos ni primos, lo que vaticína un futuro con escasa cobertura familiar, entre otras desagradables consecuencias. De otro lado, el creciente número de rupturas de la convivencia matrimonial. En los veinte años transcurridos desde la entrada en vigor de la Ley del Divorcio, de 1981 hasta 2000, las estadísticas oficiales indican que en España: se celebraron en total 4.126.563 matrimonios; se produjeron también 756.264 separaciones, lo que equivale al 18'32% de los matrimonios; y se dictaron 518.695 sentencias de divorcio, que representan el 68'5% de las separaciones. Digamos enseguida que, puestos a contabilizar rupturas, sólo cabe acudir al número de separaciones o, si se prefiere, al de divorcios, pero nunca deben sumarse las cifras de unas y otros reseñadas en una lista plurianual. Y es que, en ese sentido, ambos conceptos son inconciliables, ya que a todo divorcio le precede una sentencia judicial de separación, dictada al menos doce meses antes. Sin embargo, en este burdo error han incurrido diferentes medios de prensa: unos, quizá por precipitación o inconsciencia del redactor; otros, vista su reiteración, por presumible voluntad interesada. Lo he denunciado ya por escrito en alguna otra ocasión. El asunto no es baladí, porque infla artificialmente las cifras, y propaga y naturaliza en la opinión pública la mentalidad divorcista. Una mirada más detenida a las estadísticas nos descubre que, en veinte años, el número de matrimonios se ha mantenido bastante estable con ligeras altas y bajas, mientras que las separaciones y los divorcios se han multiplicado notablemente. Así las cosas, en el año 2000 hubo en España 209.854 bodas, al tiempo que 59.062 separaciones y 36.331 divorcios. El porcentaje de separaciones sobre matrimonios llegó, pues, al 28'14%; y el de divorcios, al 17'31 %. Ahora bien, dado que en un año determinado sí es posible sumar ambos conceptos por excepción estadística, en cuanto afectan necesariamente a uniones conyugales diferentes, la realidad es que las rupturas de convivencia alcanzaron en el 2000 la terrorífica cota del 45'45% de los matrimonios contraídos. Una observación importante. Las cifras de separaciones y divorcios aquí reseñadas son las últimas conocidas en el momento de redactar estas líneas. Han sido amablemente suministradas por la Oficina de Prensa del Consejo General del Poder judicial (CGPJ), que las presenta en una tabla diferenciada por conceptos y años desde 1981. La cuestión es que el Instituto Nacional de Estadística (INE) ofrece en su página web otras cifras articuladas conforme a criterios distintos, pero tan oficiales como las anteriores, de mucha menor entidad. ¿Por qué será que suelen ningunearse paladinamente? Véase su radical contraste en 1999, último año comparable: según el CGPJ se produjeron 59.547 separaciones, frente a las 42.390 de la versión INE; y mientras el CGPJ suma 36.900 divorcios, el INE se queda en 26.386, a los que añade 41 nulidades. La razón de esta fuerte dicotomía de cifras resulta un misterio. ¿Cuáles son las verdaderas? Alguien con suficiente conocimiento de causa tendrá que explicarlo algún día. Toda ruptura de la convivencia matrimonial es una desgracia para las personas singulares y para la entera sociedad. Es éste un genérico sentir común del que, no obstante, muchos se descuelgan cuando se enfrentan a los casos concretos. Siempre hay algunos, de todos modos, para los que el acrecentamiento del número de divorcios parece representar una vital cuestión ideológica. Me refiero a escritores y periodistas con nombre y apellido, de los que guardo el recorte de sus artículos. Adoban su discurso con fáciles referencias a las más abultadas cifras de países «avanzados», lo que inmediata y demagógicamente sugiere el «arcaico retraso» de España en esta materia. Y, en su afán por que el divorcio campee victorioso, llegan incluso a publicar estadísticas falseadas, ¡citando estoicamente como fuente, para mayor engaño, al CGPJ! Por ejemplo, que en el año 2000 se superó por vez primera, y con cierta holgura, el número emblemático de las cien mil rupturas, ¡cuando precisamente ese año hubo un leve descenso tanto de las separaciones como de los divorcios!: se produjeron, en concreto, 485 separaciones y 569 divorcios menos que en 1999 (conforme siempre a la versión del CGPJ). No cabe tratar con ligereza las rupturas de la convivencia conyugal. Por su enorme coste social y, antes, por el penoso drama particular de sus protagonistas, que según el CGPJ sólo en la España del año 2000 convulsionó las vidas de 95.393 varones y de otras tantas mujeres; esto es, de casi doscientas mil personas. ¿Y sólo de ellas? Desde luego que no, porque ahí están sus hijos ¿cuántas decenas de miles?, que son los que a la corta y a la larga se llevan siempre la peor parte. Por no hablar de sus padres, hermanos, parientes varios, suegros y demás familia política, amigos e incluso vecinos y compañeros de trabajo, a los que también afecta más o menos severamente la nueva situación de la pareja que ha decidido seguir la vida cada uno por su cuenta. No es lógico, no es objetivamente humano, acostumbrarse a esos dramas, por cuantiosos que vayan siendo. Prevenirlos, para conseguir evitarlos, paliarlos o reducirlos, es un deber de todos, con mayor motivo de los agentes políticos, sociales e intelectuales. En esa longitud de onda se mueve justamente Ugo Borghello, sacerdote y pensador italiano, en el presente libro. Con profundo conocimiento del tema, lleva a cabo un detallado análisis de las causas de las desavenencias matrimoniales y ofrece, además, unos ajustados consejos prácticos, no un simple prontuario de recetas seudomilagrosas. El libro contribuye así a dotar al panorama familiar de un futuro más prometedor, pero sobre todo resulta de gran utilidad para afrontar adecuadamente el drama de las crisis conyugales, que de manera inmisericorde asedia hoy a tantos matrimonios. ·- ·-· -··· ·· ·-·· José Ramón Pérez Arangüena |