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Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

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Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento comprimido
- Elogio de la curva
- El tratado De Civitate Dei y la interpretación agustiniana de la Historia
- Acedia, Caridad e Historia
- Editorial: Secularización, consumismo y Navidad
- ¿Existe la Inspección de Trabajo?
- ¿Hacia una remodelación decisiva de los espacios políticos de la izquierda y el nacionalismo vasco en Navarra?
- Iglesia y Política. Cristo Rey
- Algunas de las principales armas de destrucción masiva
- Política y familia: necesidad de invertir los términos
- Una entrevista a José Miguel Aguado Palanco: la Asociación para el Diálogo y la Renovación Democrática y el catolicismo social
- Filipinas (1898-1946): el drama de la re-colonización
- Multiculturalismo e inspiración cristiana de la sociedad
- La buena prevención del SIDA es la educación
- "Librémonos de Hitler"
- Breves notas para un análisis del nacionalismo gallego
- Concentraciones provida en el día de los inocentes
- Garry Owen, himno del 7º de caballería. (Un irlandés, su canción y su caballo)
- La devoción hacia el Santo Padre no debe ser jamás a título personal
- Grafite, una experiencia católica en la nueva evangelización
- Algunos apuntes sobre el espíritu crítico español en su historia
- ¿Casarse por la Iglesia o por lo civil?
- Mundialismo y globalización
- Consideraciones en torno al verdadero Iraq
- La Editorial Católica en el primer Franquismo
- «Magnificat»,una ayuda para la oración del laicado y la familia
- Cuando no hay justicia "la culpa es de la víctima"
- ¿Tolerante o intolerante?
- Una nueva ley de reproducción artificial en Italia
- El agravio de los puercos
- México, un ejemplo para el catolicismo europeo
- Una heterodoxia que crece
- Las campañas de restaurar y vivir
- De cifras y dramas
- Camino a Auschwitz. Edith Stein
- XLII Encuentro de Universitarios Católicos
- Arbil-Bilbao con Nicolás Redondo Terreros en la presentaciòn del libro "Los Otros Vascos"
- Crónica de la cena que Arbil ofreció a la Dra. Mónica López Barahona
- Texto clásico: Historia de los Heterodoxos


CARTAS

Arbil cede expresamente el permiso de reproducción, siempre bajo las premisas de buena fe, buen fin, gratuidad y citando su origen
Revista Arbil nº 76

"Librémonos de Hitler"

por Luis María Sandoval

¿Ha sido Saddam otro Hitler? ¿Hace falta compararle con Hitler para establecer como proceder con él? ¿Acaso debe repetirse tal precedente como si fuera irreprochable? Va siendo hora de librarse de la figura de Hitler como canon negativo de moralidad política, único camino para restablecer el derecho natural como patrón moral, y la prudencia política como guía para actuar.


Ha sido capturado vivo Saddam Hussein. Es una buena noticia para los iraquíes como para los norteamericanos... y los españoles.

Sin embargo tal noticia tiene una faceta que resulta, más que problemática, envenenada. ¿Cómo se le va a juzgar? ¿Va a haber un Nuremberg en Irak?

Inmediatamente, la expresión ‘Nuremberg’ nos trae a primer plano el recurrente protagonismo que Hitler ha tenido durante la segunda mitad del pasado siglo para establecer juicios morales. Y del cual es preciso librarnos, urgente y definitivamente.

La ecuación que a partir de ahora vamos a ver reiterada, incluso explícitamente es: si Saddam ha sido un Hitler, y el régimen de éste fue sometido a un juicio después de derrocado, ahora hemos de hacer lo mismo.

Sucede que tanto el juicio moral, por ser intrínseco y categórico, como la conveniencia política, por estar ligada a la oportunidad y a los efectos previsibles, deben liberarse de una vez del perturbador ‘ejemplo Hitler’.

En la segunda mitad del siglo XX, época permisiva, en que se afectaba vergüenza del prohibir, y aún más del castigar, el consenso sobre lo absolutamente intolerable, para poder proceder a prohibir y castigar se buscaba... en Hitler. Hitler era el ejemplo del mal contra el que se podía hacer la guerra, pese a tener convicciones pacifistas; a cuyos seguidores se podía condenar a muerte pese a las propias convicciones abolicionistas; y cuyas ideas se podían vedar preventivamente al tiempo que se seguía sosteniendo la más absoluta libertad de expresión.

Hitler se ha convertido así, en canon moral y político, y, por mucho que lo sea en negativo, no podemos permitirnos que ni aún de este modo lo siga siendo.

Porque con la segunda guerra de Irak hemos visto el absurdo a que se ha llegado a partir de esa base aparentemente cómoda y de consenso general. Los juicios morales, lo correcto y lo perverso, no se fundaban sólo en la convicción de los propios criterios sin apelar, inmediatamente, al parecido, real o forzado, con Hitler. Tal similitud es el arma emotiva secreta que permite proscribir, perseguir o combatir un mal al cual de otro modo deberíamos tolerar y admitir en nombre del permisivismo liberal del que se blasona.

¿Quién no escuchó este año comparar a Saddam con Hitler por unos? ¿y quién no escuchó también las manifestaciones que convertían a Bush o a Aznar en nazis y hitlerianos? ¿acaso no vemos en el caso de Tierra Santa el esfuerzo de los dos contendientes en identificar, sea a los palestinos o a los israelíes, con los ‘métodos nazis’? Incluso en el interior de España Arzallus o el gobierno español son tildados recíprocamente de nacionalistas, fascistas y nazis.

Llegados a tan absurdo punto es evidente que Aznar se parece más a Hitler que Arzallus en lo que a bigote se refiere... Y así sucesivamente...

Tamaña comodidad en el empleo de lo que no pasa de improperio no facilita nada. Es evidente que ningún mal practicado por el nazismo era completamente desconocido antes de la aparición de aquel en la historia. Como es claro que existen muchos más tipos de males que los que Hitler encarnó.

El patrón hitleriano de los límites de la moral política es tan sólo cómodo por el consenso cuasi-universal que genera: se trata de un vencido, ya desaparecido, y escasísimamente, si acaso, reivindicado. Y a algunos en particular les ha sido un patrón muy útil:

- Efectivamente, entre Hitler y Stalin, éste último no era el más parecido a Hitler, y de este modo los partidos que se siguen considerando sin rebozo comunistas, y los innumerables intelectuales nostálgicos de aquel cruento ‘experimento social’, encuentran en el antifascismo del estalinismo su salvoconducto de bondad.

- También al estado de Israel le conviene que Hitler sea el ápice del mal absoluto, porque de este modo, erigido en víctima sigular, se le han de admitir procedimientos de suyo inadmisibles, a modo de compensación también singular.

- Y son muchos más los que, por no buscarse complicaciones, se atienen a esta extraña tabla moral, basada en un caso único convertido en arquetipo.

La verdad, noción que nos sirve de guía segura, y que es aplicable a todas las situaciones sin forzarlas, es mucho más aguda e incómoda: lo inicuo y lo justo lo son intrínsecamente, ni siquiera proceden del abrumador consenso popular -Hitler lo tuvo-. Frente al ‘patrón Hitler’ no puede erguirse como alternativo sino el derecho natural, que no es una excepción puntual al relativismo –por muy extensible a conveniencia que sea-, sino el rechazo de plano de sus principios básicos.

Pero la verdad confiere, además, la más completa libertad. No es necesario reconducir la figura de Saddam a la de Hitler para condenarlo. Ni tampoco debemos sentirnos obligados a seguir al pie de la letra los procedimientos empleados contra los nazis (bombardeos a la Dresde o juicios a la Nuremberg).

El caso de los bombardeos urbanos de la segunda guerra mundial es flagrante en cuanto a las deformaciones de la moral de patron antihitleriano: hay que concordar en general si los objetivos civiles y la población pueden o no ser bombardeados, pero es discriminatorio condenar los bombardeos de Irak o Servia sin extender retrospectivamente la condena a los de las ciudades alemanas o japonesas, por mucho que unas u otras poblaciones sostuvieran, fuera por convicción o sólo objetivamente, a los respectivos regímenes. Otro tanto puede decirse de la limpieza étnica de millones de alemanes de territorios hoy convertidos en rusos o polacos. El error de la moral ‘de patrón Hitler’ se manifiesta rápidamente en la perversión de convertir en bueno cuanto se haga en contra del ogro del momento. La justicia obliga a todos, empezando por sus defensores.

Es evidente que Saddam ha sido un tirano sanguinario. Y también que hay más como él.

Igualmente, es evidente que Saddam ha sido tenido por gobernante legítimo reconocido internacionalmente –y no sólo por Francia y Alemania-, sino por la ONU y aun Estados Unidos, que explícitamente se negaron a derrocarle hace doce años, cuando su ejército estaba destruido, las puertas de Bagdad abiertas y las poblaciones kurdas y chiítas sublevadas. Fue entonces, o antes, cuando cometió muchos de los crímenes por los que se puede querer juzgarle ahora.

Messori ha publicado un profundo juicio acerca del proceso de Nuremberg: no cabe duda de que los dirigentes nazis merecían semejante fin desde el punto de vista moral, pero la forma jurídica adoptada entonces es más que discutible.

No nos gustaría que en el caso de Irak se imitara el precedente de Nuremberg sin profunda reflexión. Hoy existen demasiados filosadamistas (particularmente los antioccidentales que gozan de la máxima comodidad en el seno del mismo Occidente) como para que no suponga un severo e inmediato desprestigio de todo Occidente (y no sólo de los Estados Unidos) la aplicación de tipos legales retroactivos, de jurisdicciones creadas a posteriori, o de jueces que son partes.

Defectos, si nos atenemos a lo estrictamente jurídico, que ya existieron en el primer Nuremberg, pero que ahora no dejarán de ser jaleados por aquellos que vean en Bush, más que en Saddam, al nuevo Hitler.

Si se admite la existencia de la guerra justa como medio de procurarse por propia mano la justicia que no se puede lograr de una autoridad con jurisdicción sobre el enemigo, también ha de parecer que los que han recurrido a ella deben conformarse con una paz favorable, incluso ‘dictada’ por ellos, pero no han de pretender revestir el dictado de los vencedores, incluso justo, con formas judiciales.

La guerra justa debe terminar con una paz justa, que puede incluir entre sus cláusulas determinados castigos, pero es evidente que el que recurrió a la guerra ya hizo un dictamen de culpa sobre el enemigo y la ejecutó mediante las hostilidades. Un posterior proceso sólo va a contribuir, extendiéndose, en la redacción de considerandos para unos resultandos y una sentencia ya establecidos. Es preferible para el ámbito judicial preservarle de cumplir semejante papel y reconocer con naturalidad que la justicia puede ser ejercitada en ocasiones sin su jurisdicción y su formalidad.

Volvemos a nuestra tesis central:

Las relaciones internacionales deben plantearse sobre criterios justos a la vez que prudentes (el moralismo absoluto es inaplicable a la larga y contraproducente enseguida), aunque con pretensión de normas de conducta a seguir para con todos por igual.

Hay que retornar al derecho natural en su faceta de gentes, proponiéndose principios mínimos pero de aplicación general y constante.

Paradójicamente, los crímenes cometidos en la ejecución de la guerra (matanzas de prisioneros o civiles) quizá puedan ser objeto de mayor consenso en su persecución.

Pero los crímenes de la dirección política son más complicados.

Una hipotética condena universal de toda tiranía no se traduciría en más declaraciones de guerra que ahora: ni al ‘benévolo’ comunismo de mercado chino –doblemente opresor- ni a los primitivos tiranuelos africanos, y ni siquiera a Corea del Norte, reducto hereditario del más famélico estalinismo.

Porque parece razonable que a ninguna nación se le imponga colectivamente acometer una intervención militar fuera de la defensa propia o de la de sus intereses legítimos (las expediciones cruzadas fueron siempre de voluntarios, no de levas). Porque entre tantas y tan aventuradas intervenciones que se harían necesarias es comprensible que los gobernantes no recurran a las armas sino en el caso de poseer la capacidad adecuada y cuando se involucra un interés de la comunidad que va a pagar el precio de las operaciones, sobre todo el de sangre. Es decir: frente a la utopía de la cruzada universal contra los estados malvados, que los moralistas demócratas impondrían a los pueblos libres, la prudencia impone, simultáneamente, la expresa descalificación moral y un estado de tregua práctica.

Cuando se presenta la ocasión, puede y debe aprovecharse la guerra contra una tiranía para liberar a la nación a ella sometida.

Pero entonces el comportamiento a desarrollar contra el tirano y sus servidores no podrá ser el mismo por parte de los vencedores si estos han mantenido contra él una hostilidad no beligerante o han afectado mantener hasta la misma declaración de guerra relaciones normales.

Es claro que si una nación ha catalogado a unos gobernantes de forma pública y continuada como criminales, y amenazado con someterles a juicio por hechos que denuncia en su momento, pueda proceder de ese modo si los tiranos caen en sus manos, pero de otra forma, resultará muy dudoso un acceso de moralidad punitiva retrospectiva, y el hacerlo revestir formas de proceso judicial no redundará en beneficio de éstas.

Y entre otras cuestiones ligadas a ésta, y dignas de considerarse también, es si no convendrá, por liberar a un pueblo, pactar una transición pacífica y renunciar a la punición imprescriptible. No parece equitativo ni favorecedor de ello que los que ofrecieron una escapatoria en el exilio a Saddam ¡no hace un año! para evitar el baño de sangre, y los que sin duda la exigirían para Fidel Castro si éste alguna vez se aviniera a razones, sean los que inducen la persecución de Pinochet después de ceder voluntariamente el poder.

Para librarnos definitivamente de Hitler como falso punto de referencia moral, y para librar el mundo de tiranos en la medida de lo posible, hay que retornar a una idea de justicia fundada sobre el derecho natural y consideraciones elementales de prudencia política. En cambio, encomendar el castigo a personas revestidas de togas no es una solución, sino que puede ser una superstición errónea, y muy perjudicial para el sentido mismo de la institución de los tribunales..

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Luis María Sandoval

 


Revista Arbil nº 76

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