Muchos de nuestros contemporáneos, ingenuamente, piensan que ello es posible sin que los fundamentos éticos de la convivencia social se vean alterados. Pero no es verdad. Jamás funcionará igual una sociedad ordenada sobre la base de la creencia en Dios, que una sociedad ordenada partiendo de una concepción indiferentista, agnóstica o atea de la vida. Por poner un ejemplo evidente, una comunidad política de inspiración católica, en ningún caso admitirá la legalización del aborto, ni la posibilidad legal de que sus órganos legislativos puedan debatir la conveniencia o no de su despenalización, ni pasará por alto la más mínima ambigüedad en su Ley Fundamental, que pueda dar pie a ello. Porque desde un punto de vista católico el derecho a la vida de un inocente no admite discusión, ni existe pretexto alguno que pueda justificar la tolerancia legal de la conculcación de tal derecho. La inspiración católica de esa comunidad es, pues, una garantía, una barrera, un obstáculo importante para evitar cualquier intento de permisividad legal del aborto. Por el contrario, en una comunidad política religiosamente indiferente, agnóstica o atea, la protección de los derechos fundamentales de las personas humanas y el cumplimiento de la ley natural quedan a expensas de la voluntad falible, y manipulable, de las masas. No importa que esa presunta voluntad se manifieste por medio del sufragio universal o a través de un dictador, un Partido único o una oligocracia que se tienen a sí mismos por intérpretes y representantes autorizados de esa voluntad. En unos u otros casos, la voluntad humana es considerada fuente y origen último de legitimidad y moralidad, sin que reconozca una ley, un orden moral y un Supremo Legislador, Juez y Rey superiores a ella. De esa manera, todo está permitido si así lo decide o consiente la voluntad de la mayoría de la sociedad, o el individuo, grupo o clase que creen o dicen encarnar esa voluntad. Todo, hasta el abominable crimen del aborto. Los hechos (decenas de países en los que millones de niños son asesinados con el consentimiento de la ley) demuestran que, lamentablemente, todo esto no son meras teorías, abstracciones o especulaciones sin mayor trascendencia social, ni simples entretenimientos filosóficos para intelectuales de salón que no tienen otra cosa en qué pensar como parecen creer algunos que no entienden la importancia de profundizar e insistir en la inspiración católica de las sociedades-, sino consideraciones que, según sean tenidas en cuenta o no, conllevan el establecimiento de comunidades en las que los derechos fundamentales de las personas y su igualdad ante la ley eterna, son respetados y protegidos, o sociedades en que tanto lo uno como lo otro depende en cada momento de los vaivenes de los caprichos o intereses arbitrarios de los poderosos. Admitida la necesidad de conferir un sentido religioso a la comunidad política y, por supuesto, a todo tipo de sociedad-, muchos piensan que basta con que ésta reconozca la importancia del hecho religioso en general, como si fuera lo mismo una religión que otra. En realidad, esta actitud sólo puede conducir a dos conclusiones: limitarse a proteger la práctica de todos cuantos cultos religiosos se practiquen en el seno de la sociedad, sin tomar partido por ninguno en concreto, y sin que ello suponga ningún cambio que afecte al sentido religioso y moral de las leyes e instituciones de esa sociedad; o introducir en la legislación algunas de las normas morales tenidas por comunes a todas las confesiones religiosas. Lo primero, apenas difiere, en cuanto a las consecuencias que atañen al respeto jurídico de los derechos fundamentales de las personas humanas y de la ley eterna, de aquel indiferentismo que, sencillamente, prescinde absolutamente de la existencia del fenómeno religioso. Lo segundo se trata, en primer lugar, de una medida insuficiente, porque hay multitud de normas morales en cuyo acatamiento no coinciden todas las confesiones religiosas. No todas, por ejemplo, consideran de ley natural la indisolubilidad del matrimonio y, en consecuencia, la ilicitud del divorcio. Pero es que, además, tal planteamiento sincretista sigue sometiendo al consenso voluntarista de las personas (ya sean los líderes religiosos, ya los políticos, ya el acuerdo entre ambos) la decisión acerca de cuáles son las creencias y normas morales comunes a todas las comunidades religiosas que se deben introducir en el ordenamiento jurídico de la comunidad política, y cuáles no. Este tipo de planteamientos, parten de la falsa idea, también generalizada en nuestros días, de que todas las religiones son buenas, verdaderas e igualmente válidas para la salvación. Basta un mínimo de lógica y sentido común para percatarse de lo absurdo de la idea. Desgraciadamente, como bien expresa un conocido dicho, el sentido común es, actualmente, el menos común de los sentidos. ¿Cómo van a ser igualmente verdaderas una religión la cristiana- que predica haber sido revelado por Dios que es un Ser Trino en personas, y otra la islámica- que predica haber sido revelado por Dios que el dogma de la Trinidad es falso? Es evidente para cualquiera que, o Dios es un mentiroso que a unos dice una cosa y a otros la contraria, o las dos afirmaciones son falsas, o una sola es la verdadera. Lo que es totalmente imposible, es que ambas sean ciertas. Y, si atendemos de nuevo a las implicaciones sociales derivadas de la inspiración religiosa de una comunidad política, ¿no es indiscutible que éstas variarán sustancialmente según la religión que se adopte como referencia? Una comunidad política de inspiración islámica admite la poligamia. Una comunidad política católica, no. Una comunidad política de inspiración hindú divide la sociedad en castas a las que se asigna, no en función de sus méritos, sino de su nacimiento, distintos derechos y deberes. Una comunidad católica, no. Una comunidad política de inspiración anglicana permite el divorcio. Una comunidad política católica, no. Una comunidad política de inspiración calvinista favorece el capitalismo. Una comunidad católica, no. Así pues, queda claro que la vida social de una comunidad política que se inspire en el ateísmo, en el agnosticismo, en el indiferentismo, en el sincretismo, o en cualquier falsa religión, es muy diferente de la de una comunidad política que se inspire en el catolicismo. La religión católica es la única verdadera, y la interpretación católica de la vida (la concepción cristiana de Dios, del hombre, del mundo, de la historia, de la sociedad, del Estado, de la autoridad, de la Patria, del bien común, de la política, de la economía, del derecho y de la cultura, tal como ha sido y es interpretada y propuesta por el magisterio infalible de la Iglesia Católica), es el más sólido cimiento sobre el que quepa y deba construirse todo recto y justo orden social, para bien de todos los hombres, también de los que no son cristianos, y aun de los que no son creyentes. Para todos. Preservar, y en muchos casos, recuperar y revitalizar la identidad cristiana de nuestras sociedades occidentales es pues, una tarea importantísima e irrenunciable. La cada vez mayor presencia en el seno de nuestra sociedad, de comunidades con creencias religiosas diferentes y aun contrarias a nuestra cultura cristiana occidental, alguna de las cuales puede llegar a suponer una amenaza para la propia identidad cristiana de nuestra Patria, de Europa y de Occidente plantea un no pequeño problema a la hora de reavivar y mantener nuestras raíces cristianas. Por supuesto, se ha de respetar en todo momento la libertad de las conciencias y de religión de todas esas personas y comunidades. Ahora bien, la libertad religiosa, bien entendida, tiene, como clarísimamente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, unos límites. Según el Catecismo, "el derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (cf León XIII, enc. "Libertas praestantissimum"), ni un derecho supuesto al error (cf Pío XII, discurso 6 Diciembre 1953), sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa por parte del poder político" (CIC2108). "El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado (cf Pío VI, breve "Quod aliquantum"), ni limitado solamente por un "orden público" concebido de manera positivista o naturalista (cf Pío IX, enc. "Quanta cura"). Los "justos límites" que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según "normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral" (DH 7)" (CIC 2109) Refiriéndose más concretamente a las características culturales de los inmigrantes que se asientan en nuestras sociedades occidentales, Juan Pablo II ha afirmado recientemente que "por lo que se refiere a las características culturales que los emigrantes llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, ínsitos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales"(1). Así pues, desde un punto de vista cristiano, la libertad religiosa debe estar limitada por el respeto a la ley natural, a los derechos fundamentales de las personas humanas, y no transgredir de ningún modo el bien común. ¿Existen comunidades religiosas cuyas creencias sean abiertamente contrarias a la ley natural y a los derechos fundamentales de las personas? Se trata de discernir si es así, y en caso afirmativo, impedir que esas comunidades puedan poner en peligro el bien común, el orden público y la paz social. ·- ·-· -··· ·· ·-·· José María Permuy Rey y Avelino Muñoz Fernández Nota (1) Mensaje de S.S. Juan Pablo II para Jornada Mundial de la Paz. Vaticano |