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Indice de contenidos

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G.K Chesterton y la Europa de su tiempo
Vintila Horia (I). Testigo de la verdad en el tiempo de las mentiras
Editorial
Entre lo pequeño, lo grande
El sueño del general Yagüe
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Católico: ¿Qué quiere decir?
"ETA pro nobis": ¿el pecado original de Iñaki Ezkerra?
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Los Tercios de Infantería Española
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¿Puede ser católico el capitalismo liberal?
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Reflexión acerca del problema electoral de los católicos
Saliendo del armario
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Democracia, derechos humanos y legitimidad
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El cine de Woody Allen
El conflicto en Tierra Santa (I)
Reality Shows: Invasión a la intimidad personal
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Una breve historia de la arquitectura y el urbanismo de la España contemporánea
Actividades de Arbil en Chile
El movimiento personalista en España
El personalismo de E. Mounier
Anotaciones críticas sobre el personalismo
Primacía de la incomunicación de la persona
Polo político y polo profético
El gran engaño: derechos del hombre, Iglesia católica y Revolución Francesa
Ocaso y aurora. Perspectiva personalista y Ontología de la existencia


CARTAS

Revista Arbil nº 61

Democracia, derechos humanos y legitimidad

por Carmelo López-Arias Montenegro

Vivimos en un mundo acostumbrado a juzgar los regímenes políticos no en forma dinámica y prudencial, esto es, en términos de su aproximación a su fin propio, que es el bien común de la comunidad a la que sirven, sino en términos estáticos, formales y puritanos de su acoplamiento a unos conceptos de democracia y derechos humanos definidos y manejados por los enemigos de ese bien común. Precisamente por puritanos, ambos criterios son insostenibles.

 

 

El principal problema de la política, desde un punto de vista moral, es el de la legitimidad, que plantea dos interrogantes: ¿quién debe gobernar? ¿cómo debe gobernar? Hoy día la respuesta es casi unánime: debe gobernar quien haya sido elegido por sufragio universal, y debe hacerlo respetando los derechos humanos.

Si se dan esas dos condiciones, se considera que un gobierno es legítimo. Si falta una de las dos, que no lo es.

Pero en el origen de la democracia existe siempre, necesariamente, un presupuesto pre-democrático, con lo cual cae como criterio absoluto y puro de legitimidad política.

Y por otro lado, los derechos humanos no existen, pues no son un concepto deducido de la realidad, sino creado artificialmente por la razón. Nada significan sin contenido, y sólo valen lo que valga la fuerza de quien pueda dárselo de manera intrínsecamente arbitraria, y en consecuencia sin valor alguno como factor objetivo de legitimación política.

Para rematar el círculo vicioso, la democracia y los derechos humanos se implican mutuamente. Los derechos humanos incluyen el de elegir a los gobernantes, esto es, la democracia. Y la democracia tiene que acudir a los derechos humanos como límite, so pena de que una elección democrática pueda acabar con la democracia: si una elección democrática suprimiese un régimen democrático, sería considerada ilegítima porque, suprimiendo la democracia, suprime también los derechos humanos, y por tanto deja de ser una elección democrática (esto es, legítima).

De esta manera se completa una definición que, o bien roza la petición de principio (los derechos humanos forman parte de la definición de democracia, y la definición de democracia forma parte de la de los derechos humanos), o bien significa la identidad entre una cosa y otra.

La democracia

El gran problema del sufragio universal es su medición: la ley electoral. Es fácil decir que sólo es legítimo aquel gobernante elegido por el pueblo mediante sufragio universal. El problema está en que de la forma en que midamos ese sufragio universal dependerá esencialmente (por principio, no por defectuosa aplicación) y siempre (no sólo en casos extremos) el gobernante que resulte elegido. Un gobernante sólo sería legítimo si resultase elegido mediante sufragio universal conforme a una ley electoral legítima, esto es, aprobada mediante sufragio universal. La petición de principio es infinita.

1) Derecho de voto y ciudadanía

Está en primer lugar la determinación del cuerpo electoral. Todos aceptamos con naturalidad que el gobernante democráticamente elegido por un país es el que debe gobernar ese país. Nos olvidamos, sin embargo, de que el concepto "país" es pre-democrático. Cuando un gobierno convoca elecciones, llama a votar sólo a sus ciudadanos: vota el ciudadano propio que vive en otro Estado y no va a ser gobernado por los gobernantes que resulten elegidos, pero no vota el extranjero afincado en territorio propio y sí va a ser gobernado por quienes triunfen en la elección.

De esta manera, el pomposo principio de que "toda persona tiene derecho a elegir a sus gobernantes" resulta mera retórica. En realidad, el ciudadano del país A que vive en el país B está eligiendo a quien va a gobernar al ciudadano del país B que vive en el país A, sin que éste tenga nada que decir al respecto. El principio real que se está aplicando es que "toda persona tiene derecho a elegir a los gobernantes del país que le concede la ciudadanía, la cual incluye -y es lo que ahora más nos interesa- el derecho de votar".

Pero para concederla (y con ella el derecho de voto), el Estado tiene que existir previamente como un poder ya dado y en acto, esto es, constituido previamente a toda elección democrática. No hay forma de resolver esta contradicción.

2) Derecho de voto y truncamiento del cuerpo electoral

El siguiente problema es la exclusión de determinadas personas que, aun gozando de la ciudadanía, no gozan del derecho de voto: los menores de edad. Pues, en la determinación de la ley electoral que les excluye, ellos no han participado. Ninguna razón obliga a que la mayoría de edad electoral coincida con la mayoría de edad civil, y aun si así fuese, el problema estriba en que quien la fija es quien ya gobierna antes de toda elección democrática.

¿Por qué la discriminación por razón de edad no se considera un factor deslegitimador semejante a la discriminación por razón de sexo, raza o religión? No vale hablar de falta de madurez para votar, porque en cualquier caso la determinación de la madurez es competencia del legislador, y de lo que se trata precisamente es de saber quién posee título legítimo para ser legislador.

3) La medición del voto mediante una ley electoral concreta

Pero supongamos un cuerpo electoral ya constituido y no le demos vueltas, tan molestas, al tema de su constitución.

Ahora de lo que se trata es de convocar a ese cuerpo electoral para que elija sus gobernantes. ¿Nos bastará decir, en cuanto a este punto, que la ley electoral que utilicemos para medir los sufragios determinará necesariamente quién sea el gobernante? ¿Nos bastará decir que todas y cada una de las leyes electorales que han existido en la historia de la humanidad se han hecho, o bien con la finalidad constituyente de estructurar un determinado régimen político, o bien con la finalidad de facilitar el triunfo en las siguientes elecciones de quien pergeñaba la ley electoral presente? Esto es, ¿bastará decir que, cuando el legislador redacta una ley electoral, no lo hace para que ésta permita conocer la voluntad popular, sino para que dicha voluntad popular se estructure conforme desea aquí y ahora ese legislador?

No estamos pensando necesariamente en la golfería política que supone que el legislador actual diseñe la ley electoral conforme a sus intereses para la elección inmediata, por más que dicha golfería sea habitual. El legislador puede actuar por motivaciones más elevadas. Puede considerar preferible la estabilidad a la representatividad, y diseñar un sistema mayoritario. Puede tener la opinión inversa, y diseñar un sistema proporcional. Puede pensar en la nación como un todo y establecer una circunscripción única, o pensar en las partes que ya existen (pre-democráticas, por tanto) y establecer múltiples circunscripciones de multitud de maneras.

Todo esto resultaría un problema meramente formal, o de ingeniería electoral, si no fuese por un hecho sustantivo: para un mismo resultado global, el gobernante será uno u otro según sea la ley electoral. Esta cosa tan evidente debería ser más que preocupante para quienes consideran que la democracia es el único factor de legitimidad del poder.

La democracia sólo puede verse libre de esta terrible aporía (que la destruye completamente en sus afanes de legitimidad exclusiva) alegando que, aunque no exista una forma unívoca de interpretar la voluntad popular expresada mediante sufragio universal, la correcta es aquella que, para cada pueblo concreto, fija la ley electoral.

4) La determinación de la mayoría aprobatoria de la ley electoral

El problema es que las personas que la redactan, para gozar de legitimidad en su papel legislador, tienen que haber sido elegidas conforme a una ley electoral legítima. Y no existe forma alguna de solucionar esa marcha atrás indefinida. No hay forma de encontrar una ley electoral originaria dictada por un gobernante legítimo, esto es, democrático.

Porque lo que vale para unas elecciones normales, vale para las situaciones referendatarias. ¿Qué mayoría en el referéndum es la que permite aprobar la ley: la mayoría de los votos emitidos, o la mayoría del censo electoral? ¿Cómo cuentan los votos nulos o en blanco? ¿Basta una mayoría absoluta, o se exige una mayoría cualificada?

La conciencia democrática escapa de esos problemas alegando que, habiendo sido concedido el derecho de voto a todos (aunque sólo unos pocos lo hayan ejercido), la legitimidad está garantizada. A lo cual se responde que la legitimidad democrática presume de serlo porque expresa la voluntad popular, que es el factor legitimante. Pero si esa voluntad se desconoce (aunque sea porque los mismos implicados no la quieren dar a conocer), mal puede decirse que es la voluntad popular la que gobierna.

5) La medición de sufragios como justificación por la fuerza

Más sustancial es, sin embargo, el asunto de las mayorías simples, absolutas o cualificadas, porque en él reside la gran inanidad de la democracia como factor de legitimación. Y es que no existe ninguna razón por la cual deba hacerse lo que dictamine la mayoría, salvo la fuerza que se le presume. En realidad, la única razón por la cual debe gobernar quien ha recibido el 51 % de los votos, y no quien ha recibido el 49 %, es que presumimos que, como son más, son más fuertes.

No podemos decir que tienen razón, porque en las votaciones no se dictamina eso. La democracia es un régimen de violencia y coacción, con el paliativo de que todos somos llamados a participar en él, y por eso no parece tan odioso como un régimen de violencia y coacción en manos de una sola persona o un solo grupo, clase o casta: el paliativo es importante, pero es meramente psicológico, no político.

Por ello existen las dobles vueltas y las mayorías cualificadas.

La doble vuelta impide algo que, con determinados sistemas electorales, es perfectamente posible desde un punto de vista matemático: que un partido que obtiene el 2 % de los votos gobierne con mayoría absoluta sobre 98 partidos que han obtenido el 1 % de los votos. Garantiza que, gane quien gane, y gane merced a los pactos que sean, lo ha hecho con el 51 % de los votos, esto es, con más fuerza que sus oponentes.

Lo mismo vale para las mayorías cualificadas. En situaciones ordinarias, un reparto 51-49 puede permitir una aceptación pacífica de los resultados. Pero ¿qué pasa con leyes o situaciones especiales que dividen fuertemente a un país en torno a cuestiones de gran gravedad? ¿Se conformarán los derrotados con una derrota de apenas unos miles de votos, que en la práctica no significan una fuerza menor que la de los triunfantes? Ésa, la patentización de la fuerza, es la única razón por la cual los sistemas electorales recurren a las mayorías cualificadas, y sólo admiten que entre en vigor una ley que recoja el respaldo de los 5/8, 2/3 ó 3/4 de los sufragios.

Todo lo que llevamos dicho en los últimos párrafos se refiere perfectamente al asunto que nos ocupaba cuando comenzamos este breve excursus: la ley electoral. Y es que, obviando los problemas mencionados sobre la determinación del cuerpo electoral, queda por determinar con qué mayoría (absoluta o cualificada, o incluso simple, si entramos a contar los votos en blanco y nulos o la abstención) ha de aprobarse una ley electoral que será la que determine inmisericordemente a qué llamamos "voluntad popular". Y esa mayoría sólo puede determinarla quien ya gobierna, esto es, es no democrática en su origen.

Los derechos humanos

Al principio de estas líneas afirmamos que los derechos humanos no existen. Las dos Declaraciones de los Derechos del Hombre hasta ahora conocidas, la de 1793 y la de 1948, se refieren a un objeto imposible. Pretenden establecer los derechos que los hombres tienen, y que por tanto los poderes públicos están obligados a reconocer. Son declaraciones metafísicas, que hacen referencia al ser. Su consecuencia es un imperativo moral: logremos que los hombres vean reconocidos los derechos que, en cuanto hombres, tienen.

Pero si los hombres, en cuanto hombres, no tienen derecho alguno, resultaría entonces que ese combate para que todos los hombres disfruten de los derechos humanos, es en realidad un combate para que, quienes tengan capacidad para manejar dicho concepto, aboguen, bajo su amparo, por tales o cuales derechos concretos, que serán en última instancia los que considere que debe tener o dejar de tener cada hombre, en opinión de la facción que se haga con la capacidad de respaldar sus decisiones por la fuerza.

La supuesta existencia de unos derechos humanos es un arma ideológica del género de las utopías, útil para ser utilizada como bandera en una determinada dirección, pero que no esconde nada real por encima de la vocación de dominio ideológico de quienes se han hecho con la exclusividad de su uso.

Muchas personas creen que, desaparecida esa pretensión ideológica, sería posible establecer un patrón objetivo para los derechos humanos. Sin embargo, lo cierto es que, como el concepto de derechos humanos no esconde nada real, su uso no es rectificable. Cada cual defiende para los derechos humanos su propio concepto y contenido, sin convergencia alguna posible con la idea y contenido de los demás, toda vez que no existe un criterio de legitimación superior a todos ellos. Los derechos humanos son un arma ideológica y política, propiedad de quien la sabe usar mejor. Así debe ser.

¿Por qué decimos que el hombre, en cuanto hombre, en cuanto ser humano, abstractamente considerado, carece de derechos? La razón es que la esencia "hombre" se obtiene por abstracción de todos los seres humanos realmente existentes, y les engloba a todos ellos. Sin embargo, un derecho es siempre algo concreto y determinado, resultante de dos factores de concreción o determinación: por un lado, el objeto que constituye su derecho; y por otro, la instancia que tiene el deber correspondiente de dárselo. Pero ni una cosa ni otra pueden determinarse respecto a las esencias puras. El Hombre (con mayúscula) sólo tiene derechos cuando pasa a ser hombre (con minúscula), porque sólo respecto a los hombres con minúscula puede existir la obligación (de otra persona concreta) de darle su derecho (la cosa concreta).

El derecho subjetivo es un atributo del hombre en relación, en relación con otros hombres. El Hombre, pues, no tiene derechos. Quienes tienen derechos son los hombres concretos en las situaciones concretas y ante personas concretas, pero precisamente por eso esos derechos no son ni pueden ser ni deben ser iguales, y no siendo iguales no pueden atribuirse a su esencia de hombres, la cual, sin embargo, les es común.

Cada cual tiene los derechos que le conceden las leyes y la jurisprudencia de la sociedad en que vive. Es muy legítimo luchar para que los hombres concretos y reales tengan más (o menos) derechos. Pero los derechos que ganemos para él (o le arrebatemos) serán los que en justicia creamos le corresponden a él, no los que le corresponderían a una inexistente esencia Hombre en una situación indefinida.

Si los derechos humanos existiesen, ¿qué ocurriría cuando entrasen en conflicto? Se recurre al artificio de la primacía o jerarquía de derechos en cada circunstancia concreta. Pero esto debería parecer atroz y monstruoso a quien crea en la existencia de derechos humanos, pues significa ni más ni menos que una de las dos partes en conflicto se va a ver despojada de algo a lo que tiene derecho, e incluso puede ser castigado por haber violado el derecho del otro, que creía idéntico al suyo, pero que de pronto resulta ser superior en valía.

Lo que ocurre en la realidad (es decir, no según esta utopía) es que, en esas situaciones de conflicto, no es que los derechos de una persona prevalezcan sobre los de otra, sino que una persona tiene derecho y la otra no lo tiene.

Pero decir que en estas circunstancias, esta persona no tiene tal derecho que sí tienen otras, es reconocer que los derechos sólo existen cuando se concretan, que es lo que queríamos demostrar. Dicho de otra forma, que no existen derechos humanos, derechos del hombre en cuanto tal, pues su límite y concreción existen en todas partes, y se trata sólo de una cuestión de grado.

Los países "que respetan los derechos humanos" no los respetan más que "los que no los respetan". Simplemente les ponen unos límites u otros. Pero en todos los países, quien traspase ese límite acabará en la cárcel. Está muy bien luchar por ampliar (o restringir) esos límites, pero habrá que hacerlo en nombre de las circunstancias que operan en cada país, no de una presunta universalidad e igualdad de lo que no puede ser universal ni igual.

Lo que sí hay que aceptar es que quienes han creado el concepto de derechos humanos para su conveniencia ideológica, impongan su significado. No tiene sentido discutírselo. Es suyo. Habrá que combatirlo, no intentar rectificarlo.

En consecuencia, no existiendo los derechos humanos, mal pueden constituir su respeto un criterio de legitimación política. La idea de que el respeto a los "derechos de la persona" o a los "derechos humanos" es una condición sine qua non del bien común y un elemento de legitimación de la política (cuya finalidad es precisamente la consecución del bien común) es absurda. La persona en cuanto tal no tiene derechos, el hombre en cuanto tal no tiene derechos. Malamente podrá formar parte de algo tan real y palpable como el bien común un simple ente de razón.

Carmelo López-Arias Montenegro.

 


Revista Arbil nº 61

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