El principal problema de la
política, desde un punto de vista moral, es el
de la legitimidad, que plantea dos interrogantes:
¿quién debe gobernar? ¿cómo debe gobernar?
Hoy día la respuesta es casi unánime: debe
gobernar quien haya sido elegido por sufragio
universal, y debe hacerlo respetando los derechos
humanos.
Si se dan esas dos condiciones, se considera que
un gobierno es legítimo. Si falta una de las
dos, que no lo es.
Pero en el origen de la democracia existe
siempre, necesariamente, un presupuesto
pre-democrático, con lo cual cae como criterio
absoluto y puro de legitimidad política.
Y por otro lado, los derechos humanos no existen,
pues no son un concepto deducido de la realidad,
sino creado artificialmente por la razón. Nada
significan sin contenido, y sólo valen lo que
valga la fuerza de quien pueda dárselo de manera
intrínsecamente arbitraria, y en consecuencia
sin valor alguno como factor objetivo de
legitimación política.
Para rematar el círculo vicioso, la democracia y
los derechos humanos se implican mutuamente. Los
derechos humanos incluyen el de elegir a los
gobernantes, esto es, la democracia. Y la
democracia tiene que acudir a los derechos
humanos como límite, so pena de que una
elección democrática pueda acabar con la
democracia: si una elección democrática
suprimiese un régimen democrático, sería
considerada ilegítima porque, suprimiendo la
democracia, suprime también los derechos
humanos, y por tanto deja de ser una elección
democrática (esto es, legítima).
De esta manera se completa una definición que, o
bien roza la petición de principio (los derechos
humanos forman parte de la definición de
democracia, y la definición de democracia forma
parte de la de los derechos humanos), o bien
significa la identidad entre una cosa y otra.
La democracia
El gran problema del sufragio universal es su
medición: la ley electoral. Es fácil decir que
sólo es legítimo aquel gobernante elegido por
el pueblo mediante sufragio universal. El
problema está en que de la forma en que midamos
ese sufragio universal dependerá esencialmente
(por principio, no por defectuosa aplicación) y siempre
(no sólo en casos extremos) el gobernante que
resulte elegido. Un gobernante sólo sería
legítimo si resultase elegido mediante sufragio
universal conforme a una ley electoral legítima,
esto es, aprobada mediante sufragio universal. La
petición de principio es infinita.
1) Derecho de voto y
ciudadanía
Está en primer lugar la determinación del
cuerpo electoral. Todos aceptamos con
naturalidad que el gobernante
democráticamente elegido por un país es el
que debe gobernar ese país. Nos olvidamos,
sin embargo, de que el concepto
"país" es pre-democrático. Cuando
un gobierno convoca elecciones, llama a votar
sólo a sus ciudadanos: vota el
ciudadano propio que vive en otro Estado y no
va a ser gobernado por los gobernantes que
resulten elegidos, pero no vota el extranjero
afincado en territorio propio y sí va a ser
gobernado por quienes triunfen en la
elección.
De esta manera, el pomposo principio de que
"toda persona tiene derecho a elegir a
sus gobernantes" resulta mera retórica.
En realidad, el ciudadano del país A que
vive en el país B está eligiendo a quien va
a gobernar al ciudadano del país B que vive
en el país A, sin que éste tenga nada que
decir al respecto. El principio real que se
está aplicando es que "toda persona
tiene derecho a elegir a los gobernantes del
país que le concede la ciudadanía, la
cual incluye -y es lo que ahora más nos
interesa- el derecho de votar".
Pero para concederla (y con ella el derecho
de voto), el Estado tiene que existir
previamente como un poder ya dado y en acto,
esto es, constituido previamente a toda
elección democrática. No hay forma de
resolver esta contradicción.
2) Derecho de voto y truncamiento
del cuerpo electoral
El siguiente problema es la exclusión de
determinadas personas que, aun gozando de la
ciudadanía, no gozan del derecho de voto:
los menores de edad. Pues, en la
determinación de la ley electoral que les
excluye, ellos no han participado. Ninguna
razón obliga a que la mayoría de edad
electoral coincida con la mayoría de edad
civil, y aun si así fuese, el problema
estriba en que quien la fija es quien ya
gobierna antes de toda elección
democrática.
¿Por qué la discriminación por razón de
edad no se considera un factor deslegitimador
semejante a la discriminación por razón de
sexo, raza o religión? No vale hablar de
falta de madurez para votar, porque en
cualquier caso la determinación de la
madurez es competencia del legislador, y de
lo que se trata precisamente es de saber
quién posee título legítimo para ser
legislador.
3) La medición del voto mediante
una ley electoral concreta
Pero supongamos un cuerpo electoral ya
constituido y no le demos vueltas, tan
molestas, al tema de su constitución.
Ahora de lo que se trata es de convocar a ese
cuerpo electoral para que elija sus
gobernantes. ¿Nos bastará decir, en cuanto
a este punto, que la ley electoral que
utilicemos para medir los sufragios
determinará necesariamente quién sea el
gobernante? ¿Nos bastará decir que todas y
cada una de las leyes electorales que han
existido en la historia de la humanidad se
han hecho, o bien con la finalidad
constituyente de estructurar un determinado
régimen político, o bien con la finalidad
de facilitar el triunfo en las siguientes
elecciones de quien pergeñaba la ley
electoral presente? Esto es, ¿bastará decir
que, cuando el legislador redacta una ley
electoral, no lo hace para que ésta permita
conocer la voluntad popular, sino para que
dicha voluntad popular se estructure conforme
desea aquí y ahora ese legislador?
No estamos pensando necesariamente en la
golfería política que supone que el
legislador actual diseñe la ley electoral
conforme a sus intereses para la elección
inmediata, por más que dicha golfería sea
habitual. El legislador puede actuar por
motivaciones más elevadas. Puede considerar
preferible la estabilidad a la
representatividad, y diseñar un sistema
mayoritario. Puede tener la opinión inversa,
y diseñar un sistema proporcional. Puede
pensar en la nación como un todo y
establecer una circunscripción única, o
pensar en las partes que ya existen
(pre-democráticas, por tanto) y establecer
múltiples circunscripciones de multitud de
maneras.
Todo esto resultaría un problema meramente
formal, o de ingeniería electoral, si no
fuese por un hecho sustantivo: para un
mismo resultado global, el gobernante será
uno u otro según sea la ley electoral.
Esta cosa tan evidente debería ser más que
preocupante para quienes consideran que la
democracia es el único factor de legitimidad
del poder.
La democracia sólo puede verse libre de esta
terrible aporía (que la destruye
completamente en sus afanes de legitimidad
exclusiva) alegando que, aunque no exista una
forma unívoca de interpretar la voluntad
popular expresada mediante sufragio
universal, la correcta es aquella que, para
cada pueblo concreto, fija la ley electoral.
4) La determinación de la
mayoría aprobatoria de la ley electoral
El problema es que las personas que la
redactan, para gozar de legitimidad en su
papel legislador, tienen que haber sido
elegidas conforme a una ley electoral
legítima. Y no existe forma alguna de
solucionar esa marcha atrás indefinida. No
hay forma de encontrar una ley electoral
originaria dictada por un gobernante
legítimo, esto es, democrático.
Porque lo que vale para unas elecciones
normales, vale para las situaciones
referendatarias. ¿Qué mayoría en el
referéndum es la que permite aprobar la ley:
la mayoría de los votos emitidos, o la
mayoría del censo electoral? ¿Cómo cuentan
los votos nulos o en blanco? ¿Basta una
mayoría absoluta, o se exige una mayoría
cualificada?
La conciencia democrática escapa de esos
problemas alegando que, habiendo sido
concedido el derecho de voto a todos (aunque
sólo unos pocos lo hayan ejercido), la
legitimidad está garantizada. A lo cual se
responde que la legitimidad democrática
presume de serlo porque expresa la voluntad
popular, que es el factor legitimante. Pero
si esa voluntad se desconoce (aunque sea
porque los mismos implicados no la quieren
dar a conocer), mal puede decirse que es la
voluntad popular la que gobierna.
5) La medición de sufragios como
justificación por la fuerza
Más sustancial es, sin embargo, el asunto de
las mayorías simples, absolutas o
cualificadas, porque en él reside la gran
inanidad de la democracia como factor de
legitimación. Y es que no existe ninguna
razón por la cual deba hacerse lo que
dictamine la mayoría, salvo la fuerza que se
le presume. En realidad, la única razón por
la cual debe gobernar quien ha recibido el 51
% de los votos, y no quien ha recibido el 49
%, es que presumimos que, como son más,
son más fuertes.
No podemos decir que tienen razón, porque en
las votaciones no se dictamina eso. La
democracia es un régimen de violencia y
coacción, con el paliativo de que todos
somos llamados a participar en él, y por eso
no parece tan odioso como un régimen de
violencia y coacción en manos de una sola
persona o un solo grupo, clase o casta: el
paliativo es importante, pero es meramente
psicológico, no político.
Por ello existen las dobles vueltas y las
mayorías cualificadas.
La doble vuelta impide algo que, con
determinados sistemas electorales, es
perfectamente posible desde un punto de vista
matemático: que un partido que obtiene el 2
% de los votos gobierne con mayoría absoluta
sobre 98 partidos que han obtenido el 1 % de
los votos. Garantiza que, gane quien gane, y
gane merced a los pactos que sean, lo ha
hecho con el 51 % de los votos, esto es, con más
fuerza que sus oponentes.
Lo mismo vale para las mayorías
cualificadas. En situaciones ordinarias, un
reparto 51-49 puede permitir una aceptación
pacífica de los resultados. Pero ¿qué pasa
con leyes o situaciones especiales que
dividen fuertemente a un país en torno a
cuestiones de gran gravedad? ¿Se
conformarán los derrotados con una derrota
de apenas unos miles de votos, que en la
práctica no significan una fuerza menor que
la de los triunfantes? Ésa, la
patentización de la fuerza, es la única
razón por la cual los sistemas electorales
recurren a las mayorías cualificadas, y
sólo admiten que entre en vigor una ley que
recoja el respaldo de los 5/8, 2/3 ó 3/4 de
los sufragios.
Todo lo que llevamos dicho en los últimos
párrafos se refiere perfectamente al asunto
que nos ocupaba cuando comenzamos este breve excursus:
la ley electoral. Y es que, obviando los
problemas mencionados sobre la determinación
del cuerpo electoral, queda por determinar
con qué mayoría (absoluta o cualificada, o
incluso simple, si entramos a contar los
votos en blanco y nulos o la abstención) ha
de aprobarse una ley electoral que será la
que determine inmisericordemente a qué
llamamos "voluntad popular". Y esa
mayoría sólo puede determinarla quien ya
gobierna, esto es, es no democrática en su
origen.
Los derechos humanos
Al principio de estas líneas afirmamos que los
derechos humanos no existen. Las dos
Declaraciones de los Derechos del Hombre hasta
ahora conocidas, la de 1793 y la de 1948, se
refieren a un objeto imposible. Pretenden
establecer los derechos que los hombres tienen,
y que por tanto los poderes públicos están
obligados a reconocer. Son declaraciones
metafísicas, que hacen referencia al ser.
Su consecuencia es un imperativo moral:
logremos que los hombres vean reconocidos los
derechos que, en cuanto hombres, tienen.
Pero si los hombres, en cuanto hombres, no tienen
derecho alguno, resultaría entonces que ese
combate para que todos los hombres disfruten
de los derechos humanos, es en realidad un
combate para que, quienes tengan capacidad para
manejar dicho concepto, aboguen, bajo su amparo,
por tales o cuales derechos concretos,
que serán en última instancia los que considere
que debe tener o dejar de tener cada hombre, en
opinión de la facción que se haga con la
capacidad de respaldar sus decisiones por la
fuerza.
La supuesta existencia de unos derechos
humanos es un arma ideológica del género
de las utopías, útil para ser utilizada como
bandera en una determinada dirección, pero que
no esconde nada real por encima de la vocación
de dominio ideológico de quienes se han hecho
con la exclusividad de su uso.
Muchas personas creen que, desaparecida esa
pretensión ideológica, sería posible
establecer un patrón objetivo para los derechos
humanos. Sin embargo, lo cierto es que, como el
concepto de derechos humanos no esconde nada
real, su uso no es rectificable. Cada cual
defiende para los derechos humanos su propio
concepto y contenido, sin convergencia alguna
posible con la idea y contenido de los demás,
toda vez que no existe un criterio de
legitimación superior a todos ellos. Los
derechos humanos son un arma ideológica y
política, propiedad de quien la sabe usar mejor.
Así debe ser.
¿Por qué decimos que el hombre, en cuanto
hombre, en cuanto ser humano, abstractamente
considerado, carece de derechos? La razón es que
la esencia "hombre" se obtiene por
abstracción de todos los seres humanos realmente
existentes, y les engloba a todos ellos. Sin
embargo, un derecho es siempre algo concreto y
determinado, resultante de dos factores de
concreción o determinación: por un lado, el
objeto que constituye su derecho; y por otro, la
instancia que tiene el deber correspondiente de
dárselo. Pero ni una cosa ni otra pueden
determinarse respecto a las esencias puras. El
Hombre (con mayúscula) sólo tiene derechos
cuando pasa a ser hombre (con minúscula), porque
sólo respecto a los hombres con minúscula puede
existir la obligación (de otra persona concreta)
de darle su derecho (la cosa concreta).
El derecho subjetivo es un atributo del hombre
en relación, en relación con otros
hombres. El Hombre, pues, no tiene derechos.
Quienes tienen derechos son los hombres concretos
en las situaciones concretas y ante personas
concretas, pero precisamente por eso esos
derechos no son ni pueden ser ni deben ser
iguales, y no siendo iguales no pueden
atribuirse a su esencia de hombres, la cual, sin
embargo, les es común.
Cada cual tiene los derechos que le conceden las
leyes y la jurisprudencia de la sociedad en que
vive. Es muy legítimo luchar para que los
hombres concretos y reales tengan más (o menos)
derechos. Pero los derechos que ganemos para él
(o le arrebatemos) serán los que en justicia
creamos le corresponden a él, no los que le
corresponderían a una inexistente esencia Hombre
en una situación indefinida.
Si los derechos humanos existiesen, ¿qué
ocurriría cuando entrasen en conflicto? Se
recurre al artificio de la primacía o jerarquía
de derechos en cada circunstancia concreta. Pero
esto debería parecer atroz y monstruoso a quien
crea en la existencia de derechos humanos, pues
significa ni más ni menos que una de las dos
partes en conflicto se va a ver despojada de algo
a lo que tiene derecho, e incluso puede ser
castigado por haber violado el derecho del otro,
que creía idéntico al suyo, pero que de pronto
resulta ser superior en valía.
Lo que ocurre en la realidad (es decir,
no según esta utopía) es que, en esas
situaciones de conflicto, no es que los derechos
de una persona prevalezcan sobre los de otra,
sino que una persona tiene derecho y la otra
no lo tiene.
Pero decir que en estas circunstancias, esta
persona no tiene tal derecho que sí
tienen otras, es reconocer que los derechos
sólo existen cuando se concretan, que es lo que
queríamos demostrar. Dicho de otra forma, que no
existen derechos humanos, derechos del hombre en
cuanto tal, pues su límite y concreción existen
en todas partes, y se trata sólo de una
cuestión de grado.
Los países "que respetan los derechos
humanos" no los respetan más que "los
que no los respetan". Simplemente les ponen
unos límites u otros. Pero en todos los países,
quien traspase ese límite acabará en la
cárcel. Está muy bien luchar por ampliar (o
restringir) esos límites, pero habrá que
hacerlo en nombre de las circunstancias que
operan en cada país, no de una presunta
universalidad e igualdad de lo que no puede ser
universal ni igual.
Lo que sí hay que aceptar es que quienes han
creado el concepto de derechos humanos para su
conveniencia ideológica, impongan su
significado. No tiene sentido discutírselo. Es
suyo. Habrá que combatirlo, no intentar
rectificarlo.
En consecuencia, no existiendo los derechos
humanos, mal pueden constituir su respeto un
criterio de legitimación política. La idea de
que el respeto a los "derechos de la
persona" o a los "derechos
humanos" es una condición sine qua non del
bien común y un elemento de legitimación de la
política (cuya finalidad es precisamente la
consecución del bien común) es absurda. La
persona en cuanto tal no tiene derechos, el
hombre en cuanto tal no tiene derechos. Malamente
podrá formar parte de algo tan real y palpable
como el bien común un simple ente de razón.
Carmelo López-Arias Montenegro.
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