Debo comenzar este trabajo curándome en salud y, como me voy a centrar en los aspectos negativos del personalismo, dejaré ya ahora constancia de que el personalismo tiene también sus aciertos. Pero con la misma claridad con que afirmo esto, y sin ningún rodeo, pasaré a enunciar esas limitaciones, en la medida en que ello es factible en un trabajo breve como debe serlo éste. También creo necesario dejar dicho al principio que mis observaciones al personalismo serán generales y, si se me permite la expresión, poco personales. No es ahora el momento de pormenorizar, sino simplemente el de dejar situadas las grandes cuestiones críticas en sus rasgos básicos. Pasemos al asunto. Ha de consignarse en primer lugar un problema de menor cuantía, que es el de la determinación de lo que se deba entender por «personalismo». En rigor y puridad, todo el mundo sabe que el personalismo es una corriente moderna de pensamiento que, habiendo nacido con E. Mounier, tuvo una cierta continuación en las obras de Nédoncelle y otros. Pero es frecuente que «personalismo» se tome en un más amplio sentido y ya no es posible tener una nómina uniforme de autores a los que les cuadre esa denomi-nación. En este caso, de ser una corriente de pensamiento determinada pasa a ser una mentalidad y un espíritu difuso, de modo que llegan a ser mencionados como persona-listas personajes variadísimos en calidad y en inspiración y no es fácil saber qué es lo que los une. Junto a Mounier y Nédoncelle son clasificados como personalistas en este sentido amplio Maritain, Buber, Wojtyla, Scheler, López Quintás, Marías, C. Díaz, Spaemann y muchos más. Naturalmente, hay quienes arrastrados por el entusiasmo meten también en este saco a Platón, a San Agustín, a Santo Tomás o a Kant. La pregunta por el factor común que los reúne a todos acaba encontrando por respuesta que, salvo los grandes genocidas o comeniños, todos los demás, filántropos y humanistas, son personalistas. Así, pues, al problema de la vaguedad con que se circunscribe el personalismo sigue, como más fundamental y decisivo, el de su caracterización. Porque la cosa no se puede dar por seria y satisfactoriamente solventada con decir que el personalismo con-siste en el gusto por reflexionar acerca de la persona y en el afán por subrayar su alto valor o dignidad: este es el personalismo en el sentido vago y amplio al que me he referido. Veamos por qué esto es así. La predilección por un tema no es suficiente para justificar la existencia de una escuela de pensamiento. Pues la misma razón obligaría a decir que la física cuántica es una escuela, o que lo es la teoría acerca de la música árabe. Una teoría o un estudio no es una escuela o una corriente de pensamiento. Y esto es tan obvio como fastidioso el emplear tiempo en escribirlo. Cosa distinta es pretender que la «teoría de la persona» sea el colmo y el centro de la filosofía o, en general, del pensamiento. Sencillamente hay que decir que eso no es verdad. El centro de la especulación lo es el ser en cuanto tal, y no la persona. Las personas son sólo una clase de seres, por mucho que, sin duda de ningún género, pue-dan ser la clase superior de los seres. Si no todo ser es persona, entonces ha de reconocerse que el ser es más fundamental que la personalidad (o que el ser persona); pues, en efecto, para ser persona, primero hay que ser. Luego, patentemente, el ser es más importante que el ser persona, ya que ésta, sin él, no sería nada. Cosa distinta es lo que se pueda decir acerca de nuestro conocimiento y trato con Dios. Algunos personalistas católicos abusan del pensamiento y de la fe que profesan al proponer unas indebidas interferencias entre la filosofía y la teología. Así sucede, por ejemplo, cuando se ha llegado a afirmar que Dios, dado que tiene que ser persona, tiene también que ser trino, puesto que -según se argumenta- si no fuera así, si sólo fuera «uno», estaría sólo y aislado. Llegados a este punto el personalismo parece perder el norte. Con abusiva reducción, provocada quizá por el apresuramiento, los personalis-tas con frecuencia utilizan «persona» en el sentido de «persona humana», pero no lo dicen. Dejan así en la sombra a las personas que no son humanas, como es el caso de los ángeles (o inteligencias separadas, cuya existencia nos es certificada por la fe) y el caso de Dios (cuya trinidad de personas también nos consta por la revelación, aunque con nuestras solas fuerzas intelectuales podamos conocer con certeza su condición per-sonal). Este hecho, que en primera instancia es una simple imprecisión, termina fácilmente por constituir un abuso. Y lo es cuando, sobre todo, con «persona» se sustituye siempre a la palabra «hombre». A algunos personalistas parece no gustarles que a los hombres se les llame «hombres», sino que en todos los casos, en vez de «hombre», pre-fieren que se diga «persona». ¿Por qué? El esquema lógico que parece emplearse es el siguiente: se llama «persona» a lo que destaca por encima de todas las cosas del mundo; es así que el hombre destaca por encima de todas las cosas del mundo por
(las razones que sean); luego el hombre propiamente debe ser llamado «persona». - Y es verdad, sin ningún género de duda, la supremacía del hombre en el reino de lo material, pero no hay que exagerar. Al fin y al cabo, la supremacía del hombre entre los demás seres materiales, ¿no se debe al hecho de ser hombre? ¿O es el hombre superior a todo lo material «a pesar» y al margen de ser hombre? Para algunos personalistas, decir del hombre que es hombre es decir poco. Hay que llamarle «persona», insisten. Y ello, porque con «hombre» se significa, según es usual hacerlo, una naturaleza específica; esto no parece aceptable para esos personalistas. En este sentido, suelen rechazar la idea clásica del hombre como «animal racional», en lo cual ceden a las sugestiones y críticas de las filosofías que reducen la naturaleza humana, en cuanto tal, a algo común con los animales. Frente a esta claudicación personalista, debe reivindicarse la naturaleza humana en sus justos términos. Y debe reivindicarse con toda la fuerza la genial idea del hom-bre como «animal racional», como una racionalidad acomodada a una forma sensorial de vida. Los personalistas no suelen aceptar que la racionalidad incluya el espíritu y las tendencias a la vida social y los afectos, sino que conceden a ciertas corrientes modernas de pensamiento que la racionalidad es fría, abstracta, inhumana e
impersonal. Nunca la han concebido así ni Aristóteles ni Santo Tomás y no es necesario disentir de ellos. Al final, ser persona viene a consistir, para algunos personalistas, en ser «algo más» que simple hombre. Pero, ¿cómo es ello posible? Al fin y al cabo, todas nuestras características -sean animales o no, sean espirituales o no- dependen, de una u otra forma, de lo que nosotros somos; y lo que nosotros somos es exactamente lo que llamamos «naturaleza humana». ¿Qué se nos podría añadir de modo que ese algo nuevo no forma-ra parte de lo que nosotros somos? La cosa es, francamente, descabellada. - Esta pretensión de un «algo más», por otra parte, deja abierta la puerta a que se puedan distinguir hombres-personas y hombres-no-personas: por ejemplo, ¿por qué no los fetos humanos, o los enfermos graves, o los ancianos
? La cuestión es delicada, como es claro. En la filosofía tomista, ser persona es distinto de ser hombre. Esto es obvio si se tiene en cuenta que hay personas no humanas, como antes he recordado. Para ser per-sona hay que ser un individuo completo dotado de racionalidad (y por eso, por ejemplo, el alma separada de los difuntos no es persona: porque es un individuo incompleto). Ahora bien, para numerosos personalistas, ser persona no es ser un individuo racional, sino tener aquello que marca al hombre como un ser que está más allá del mundo físico, por encima del mundo que le rodea. Para unos autores, lo distintivo de la persona es la libertad; para otros, es la necesidad de relaciones con otras personas; para otros, la ca-pacidad simbólica, o la sociabilidad, etc. ahora bien, como esos personalistas no quie-ren saber nada de naturaleza, sustancia, racionalidad, definiciones y conceptos semejantes, sus observaciones, a veces muy agudas, dejan la imagen del hombre convertida en un puzzle sin orden ni apoyo. Numerosos personalistas manifiestan, desgraciadamente, una gran ignorancia de los conceptos clásicos, y las críticas que les enfrentan son con frecuencia pueriles y, muchas veces, simplemente desdeñosas. En el mejor de los casos hacen declaración solemne de reverencia hacia Aristóteles o Santo Tomás; pero tras la reverencia vuelven la espalda como quien ha cumplido un rito quizá incómodo y ya vacío de sentido. Sus tesis y análisis, como es lógico, no suelen ser conciliables con las tesis y análisis de los respetados maestros. Los argumentos, por ejemplo, de algunos personalistas contra una definición, o cuasi definición, de la persona, son tan caprichosos como retóricos. Para muchos perso-nalistas, pedir una definición de la persona es pedir un imposible. La persona -dicen rotundamente- no se define y no puede ser definida. Todo lo resuelven diciendo que la persona es un «quién» y no un «qué» y que las definiciones son la respuesta a la pre-gunta por el «qué» de una cosa. Debe reconocerse que la distinción de marras entre «qué» y «quién» suena seductoramente, pero aunque lamento estropear una expresión con esta ingeniosa fuerza retórica, es necesario decir que nada puede ser un «quién» sin que sea un «qué». No hay «quién» sin «qué». ¿O ni tan siquiera hay un «qué» del ser un «quién»? Las palabras son frágiles. Al fin y al cabo, sin tener el «qué» de hombre, nadie ni nada puede ser un «quién» humano (ni sin tener el «qué» de Dios puede Dios ser un «quién» divino, o tres divinos «quiénes»). El hecho de que los personalistas frecuentemente apelen a los sentimientos y a la afectividad frente a la racionalidad tiene su coherente prolongación en que los escri-tos personalistas acaben siendo más propuestas morales y programas sociales que análi-sis teóricos. Se diría que los personalistas tienen un cierto déficit especulativo y de fun-damentación. Algunos rechazan la metafísica y no quieren saber nada (de hecho, algu-nos no saben absolutamente nada) de lógica ni de filosofía de la naturaleza. Se encuen-tran a su sabor hablando de lo que el hombre (perdón: la persona) debe hacer, sin haber determinado suficientemente qué es esa persona. Con esta actitud, los personalistas acaban siendo más bien predicadores, o agitadores sociales, o altos dirigentes de la historia, que pensadores. El personalismo no constituye, por todo ello, una verdadera nueva vía para el pensamiento. Su pretendida originalidad lo es al precio de malbaratar, por prurito de eficacia y de modernidad, el sólido y riguroso pensamiento que nos ha precedido (incluido el moderno). El ser humano tiene una dignidad según la cual es más valioso que cualquier otra realidad física. Pero el ser humano, la persona humana, no es dueño absoluto ni del mundo ni de sí mismo. El hombre no es un ser autónomo que pueda hacer con su vida, y con el mundo, lo que le venga en gana. Cada hombre es sólo administrador del mun-do, pastor y cuidador de la realidad infrahumana; y tampoco puede disponer de sí mis-mo en un sentido absoluto y total. Sin reducirse a ser un ser para la muerte, ni un ser destinado a disolverse en la sociedad o en la historia, tampoco el hombre es más que una criatura, cuya plena realización no se encuentra sino en Dios, que es -Él sí- el Señor de la historia. En este sentido, el personalismo olvida que el hombre también es medio y no sólo y únicamente fin: medio de Dios para la realización de «su» historia. José J. Escandell.. |